Por Julio Carpio Vintimilla

 

Julio Carpio Vintimilla

El Marxismo es una seudoreligión belicosa. Lo contrario del Confucianismo, que pertenece a la misma clase, pero es un credo pacífico. El marxismo no tiene un Dios pero se basa en una obligación moral absoluta, una grande y  excelsa misión: Crear un paraíso en esta Tierra. Eso sería, en definitiva, la sociedad sin clases…
 
 
Érase que se era una pareja de jóvenes ingleses. Hacia 1970, ellos habían dejado su verde Albión; para venirse a vivir, nada menos que, en una haciendita de las alturas de la Provincia de Cañar. Tenían, en su casa, electricidad -- habían instalado una turbina Pelton -- y  otras comodidades modernas. Eran investigadores. Ella se ocupaba de unos asuntos de la sociología rural de la Sierra ecuatoriana. Y él -- que era ingeniero -- se dedicaba a ciertos estudios técnicos relacionados con el desarrollo.

Los ingleses tenían, en Cuenca, sus contactos universitarios. (Universidad de Cuenca.) Y, por eso, asistieron una vez a un foro sobre algún aspecto de la planificación y  el desarrollo. En las exposiciones, -- como no podía ser de otra manera, en aquella época -- salieron a relucir, casi de inmediato, los pertinentes tópicos marxistas. En determinado punto, la socióloga estuvo en franco desacuerdo. E intervino. ¿Y por qué cree usted eso? -- le preguntó al ultimo expositor. / Porque lo dijo taita Marx… -- se respondió ella misma. / (Usó el término quichua; aprendido, sin duda, entre los indígenas con los cuales ella se relacionaba. Y, aquí, convengamos en que, desde luego,  fue un poco desdeñosa… La implicancia personaliza la refutación… / Argumento ad homini: Usted es un ingenuo, un gil… / Y, por supuesto, pudo haber evitado la tácita censura; y  haber hecho una introducción cortés y  diplomática…) Razonó, luego, muy bien. Y remató agudamente. Algo como: Hoy  por hoy, señores, tenemos una Sociología moderna y  sofisticada. Usémosla. Y dejemos los evangelios para las prédicas de los curas… En el ínterin, un profesor marxista -- explicablemente molesto por el puntillazo -- había pedido la palabra. / Taita Marx -- comenzó -- fue un gran filósofo, un gran sociólogo y  un gran economista; y, hasta, un gran historiador. (Implicación de vuelta: ¿Y tú quién eres? ¡Irrespetuosa…!) Y, además y  sobre todo, un gigante revolucionario… Y poco faltó para que le dijera a la investigadora que se volviese a su país; a ocuparse allí de sus propias y  debidas cosas…

Bueno, puntillazos aparte, ¿qué había pasado?  Pues, que se había producido, una vez más, el encuentro (o desencuentro) que suele darse entre los creyentes y  los descreídos. Esto es, claro, lo esencial de nuestro cuento de hoy. Y adelante con los faroles -- como acostumbraba decir el maestro Gabriel Cevallos García.

Es bastante sabido que Bertrand Russell fue el primer pensador que hizo notar que el comunismo es, de algún modo, una religión. Menos conocidas son las afirmaciones, en el mismo sentido, de Simone Weil y  de Raymond Aron. Y casi desconocida es la referencia, en la misma línea, del historiador mexicano Enrique Krauze; quien habló de la clerecía izquierdista latinoamericana… Suficiente consenso. Tenía, pues, mucha razón aquél incrédulo que dijo: Yo no soy marxista; yo soy ateo…

Ahora bien, las religiones tienen dos cualidades contrapuestas. Una buena: Cuando no son muy grandes, suelen fomentar la unión y  la solidaridad de los creyentes. (Religan; unen doblemente, fuertemente; ese es el sentido etimológico de la palabra.) Y, hacia afuera, también algunas suelen fomentar un cierto humanismo: un poco de buena voluntad hacia los diferentes. (Todos somos hijos de Dios…) El efecto práctico de esta cualidad --compartido igualmente por las religiones grandes -- es el altruismo: las personas que se preocupan de los demás; las que cuidan a los menesterosos… Y una mala: En ciertas circunstancias, las religiones suelen fomentar la incomprensión, la intolerancia y  el conflicto. Y el efecto práctico de esta cualidad es la aparición de los dogmáticos, de los misioneros, de los cruzados, de los guerrilleros, de los terroristas… Esta segunda cualidad es, por desgracia, la que marca, con más fuerza, a los marxistas y  sus similares. (La gente que hoy nos gobierna; o, mejor, nos desgobierna.) En la política, los recién dichos confesionales extremos son, naturalmente, partidarios de la dictadura. (Acordarse: El socialismo real -- salvo el incipiente Allendismo -- practicó siempre la dictadura del proletariado, el totalitarismo.) En la opinión pública y  la intelectualidad, ellos creen en la verdad; en su verdad; en su única y  exclusiva verdad… (En estos últimos campos, los demócratas, en cambio, creen en la pluralidad de ideas y  creencias; y, hasta, en la duda metódica… ¡Qué diferencia!)

Y vamos al grano. El Marxismo es, en realidad, una seudoreligión belicosa. Lo contrario del Confucianismo; que pertenece a la misma clase, mas es un credo pacífico. El marxismo no tiene un Dios. Pero, se basa -- única confesión de esta clase -- en una obligación moral absoluta; en una grande y  excelsa misión: Crear un paraíso en esta Tierra. Eso sería, en definitiva, la sociedad sin clases. Ese es el objetivo que está al final del sendero luminoso de Mariátegui; sendero que se empieza a construir con la lucha, con la revolución social. Por lo tanto: Para comenzar, la obligación suprema de todo revolucionario es hacer la revolución. Luego, segundo paso: Hay que crear el hombre nuevo. (Che Guevara.)

Vaya, vaya… Pero, ¿lo dicho no es una evidente utopía?  ¿No dijo, acaso, Mussolini -- un exmarxista -- que ninguna revolución puede cambiar la naturaleza humana?  ¿No dio a entender Bernard Shaw -- un socialista moderado, que tenía un relativo aprecio por el marxismo -- que el comunismo es poco más que una ingenuidad juvenil? ¿Y el Socialismo real y  concreto no resultó ser un verdadero camino al Infierno?  (Totalitarismo, opresión, empobrecimiento, decenas de millones de víctimas…) Y, en el muy improbable caso de llegar a ella, ¿podría una sociedad sin clases mantenerse por siempre de los siempres? ¿Y sería eso deseable? Bueno, así es… Pero, para los auténticos creyentes, las anteriores objeciones no importan nada. La fe no necesita argumentos. Es más: los rechaza. Estos creyentes, pues, son los verdaderos ciegos del refrán: no quieren ver, no quieren examinar; cierran los ojos… Ya está. Así de simple.

Los marxistas son maniqueos. Aquí, los nuestros, los buenos; allá, los otros, los malos. El Infierno son los otros… (J.P. Sartre.) Lo angélico es el Socialismo. Lo demoníaco, el Capitalismo. (Expresión económica de la ambición, la codicia y  la explotación humanas.) Claro: Un credo medio filosófico y  medio económico no puede tener un demonio ridículo y  popular, con su rabo y  sus cuernos. Debe tener un demonio abstracto. Objeción: Pero, señor, toda sociedad del mundo actual debe trabajar con sus capitales… El capital es, en último término, nada más que un saco de billetes… El capital le permite a la gente vender, comprar, invertir, ahorrar… / Mire, Don Álvaro, usted no me va a convencer… Como en el Reino de los Cielos, un día los ángeles triunfarán sobre los demonios. Y, con la muerte del último capitalista, se habrá acabado esta innecesaria dicotomía… Quedarán sólo los buenos… Listo. / Entonces, así, ningún argumento sirve. Como dice el tango: Uno lucha y  se desangra por la fe que lo empecina… (El Che, ciertamente. Porque otros y  otritos…)  Bien, podríamos seguir adelante con varios razonamientos por el estilo.  Pero, ya se nos están acabando el espacio y  la paciencia.

En fin, -- como Borges dijo de los peronistas -- los revolucionarios son, ante todo y sobre todo, incorregibles. No los vamos a cambiar. Pero, quizás, de algo sirva entenderlos… Y terminemos con otra anécdota. En la gerontocrática Cuba de estos días, dos jóvenes conversan. /¿Sabes tú quién es el señor del retrato? / Claro… Todos lo saben: Carlos Marx. / ¿Y qué hizo? / Vaya, inventó el Socialismo. / No. Te equivocas… Ese viejito inventó la fórmula mágica para empobrecer a los países. / Bueno, algo semejante quiso decirnos, anteayer nomás, una joven inglesa que vivía en una haciendita de las alturas de Cañar.      

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