Por Marco Tello

Marco Tello Respetuoso de los lectores, había investigado sobre el asunto a fin de afinar las ideas medulares. Las secundarias, que engalanan el texto y refuerzan el carácter persuasivo, vendrían por añadidura. De modo que sólo había que escribirlo para enviarlo al periódico.

El tema era oportuno para los cuatro párrafos habituales de su artículo: la libertad de opinión. Respetuoso de los lectores, había investigado sobre el asunto a fin de afinar las ideas medulares. Las secundarias, que engalanan el texto y refuerzan el carácter persuasivo, vendrían por añadidura. De modo que sólo había que escribirlo para enviarlo al periódico.


Con la mano en la mejilla, como han pasado a la posteridad muchos pensadores, veía iluminarse el cielo de la pantalla. En la mesa de trabajo estaban desplegadas las herramientas indispensables: un diccionario académico y otro de sinónimos; un diccionario de dudas y un manual ortográfico. En el puesto reservado antiguamente para el tintero, humeaba una taza de café negro. Se ajustó los lentes y tomó el cuaderno de anotaciones. No acababa de abrirlo, cuando timbró el portero.


 “¡Maldición!”, se dijo, levantándose.
Alzó el contestador y preguntó en tono grave, casi exasperado:

-¿Quién es?
-El jardinero, mi jefe.
-¡Bueno!  –exclamó, malhumorado. No podía pedirle que viniera otro día porque el jardinero era hombre ocupado y había que respetar el turno en el vecindario.  Así que presionó el botón del sistema y el portón se abrió con un golpe metálico.

 

-¡Buenos días, jefe!
-¡Buenos! –contestó. Dio media vuelta, sin aguardar a que el cortador, silbando como un jilguero, acabara de introducir los aparejos.

 

“Son todos iguales. El silbo les viene del trato con los pájaros”, reflexionó; pero se detuvo en el umbral para observarlo. Vio que antes de tirar del cable y darle arranque al motor, prendía un cigarrillo ahuecando la mano. Con el tabaco en la boca y los brazos a la espalda, recorría el pequeño campo de operaciones. Adelantando el mentón,
 

 

 

 lanzaba grandes bocanadas y las volutas giraban en el frío de la mañana. Seguro de sí mismo, distribuyó las herramientas: el azadón, la lampa, el rastrillo. De un talego de yute salieron las tijeras podadoras.   

      
“Sólo falta que asome un diccionario”, sonrió el jefe, entrando.


Sensible al arranque del motor, la cortadora dio un brinco en el aire; pero el muchacho ya se ubicaba detrás para apaciguarla.


“¿Por dónde andábamos?”, se preguntó el jefe al retornar junto a la pantalla aún en blanco. El ambiente vibraba con la estridencia del motor, y las variaciones de la frecuencia le distraían, le arremolinaban las ideas; de tal suerte que empleó un buen tiempo para repensarlas antes de intentar el primer párrafo. Se puso manos a la obra y empezó a teclear. Pero el tema se le enredaba y le hacía sentirse metido en camisa de once varas. De todas maneras, borroneando con obstinación, andaba por el cuarto párrafo cuando le interrumpió la voz del jardinero:
-Listo, jefe.
El jefe consultó el reloj: habían pasado más de dos horas.
-¿Cuánto es? –preguntó, asomándose.
-Usted ya sabe, jefe. No se haga.

 

Claro que lo sabía. No significaba gran cosa, pero era un valor que doblaba al de sus artículos.
 

-Gracias –dijo el jardinero y se guardó la paga; recogió sus aparejos y se fue con la música a otra parte.
 

El jefe aspiró el fuerte olor a hierba recién cortada y retomó el tema de su trabajo. Un pensamiento inesperado le revoloteaba en la mente como un pájaro, poniendo a prueba su vocación de articulista: la libertad de opinión, ¿no era también al pie de la letra un bien invalorable? De vuelta al cuarto de estudio, se sorprendió al comprobar que silbaba.

 


 

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