Por Eugenio Lloret Orellana


Eugenio Lloret

La religión de lo moderno rinde culto a unos dioses exclusivamente juveniles. Así, nuestro mundo se ha ido poblando de jóvenes superficiales que no encuentran límite para sus caprichos, y de viejos cada vez más numerosos que acaban engrosando una especie de Tercer Mundo de la existencia, colmado de seres sin futuro, resabios de un pasado que ya no interesa a nadie, y condenados a un presente banal

La cultura antigua proponía dos formas de existencia a imitar: la de los héroes, que disfrutan de una vida breve y vertiginosa y la de los ancianos venerables que aprenden a vivir callados y ocultos, tal como promueve el ideal del hombre estoico. Estas pautas de existencia no podían concebirse la una sin la otra, y funcionaban como modelos de vida.
Consecuentemente, nuestra tradición cultural ha rendido un culto casi religioso a ambos arquetipos, el héroe y el anciano. El primero cifra la heroicidad en el arrojo que permite afrontar los riesgos y vicisitudes de la vida y forja el carácter. El segundo se esgrime como la imagen realizada de la experiencia y la serenidad que, según enseña Séneca, sólo nos llega con la vejez, es decir, para los antiguos sólo merecía la pena morir muy joven o, si no, muy anciano, ya que la vejez, pese a sus inconvenientes, era la edad de la razón en la que sobreviene el definitivo triunfo del espíritu.
Sin embargo, no vivimos hoy en tiempos helenísticos, ni renacentistas, ni siquiera en la vieja sociedad burguesa, sino en una sociedad que ha conseguido trascender los antiguos valores tradicionales y se inclina peligrosamente por dar a cada problema de la vida una solución exclusivamente pragmática en donde la sociedad contemporánea endiosa al porvenir y a la juventud y desprecia la vejez. El pasado ni pesa ni importa. La experiencia no vale un comino.
El porvenir existe, sin duda, porque nos pone de cara al futuro, pero, por excluyente de la experiencia, por despreciar la vejez, resulta excesiva e injusta.
El ideal colectivo o el esnobismo es pura imaginación y sabido es que a las máquinas, cuando se hacen viejas, se las retira de circulación y se las envía a los depósitos de chatarra para ser destruidas. Eso mismo hacemos

con nuestros viejos. La religión de lo moderno rinde culto a unos dioses exclusivamente juveniles. Así, nuestro mundo se ha ido poblando de jóvenes superficiales que no encuentran límite para sus caprichos, y de viejos cada vez más numerosos que acaban engrosando una especie de Tercer Mundo de la existencia, colmado de seres sin futuro, resabios de un pasado que ya no interesa a nadie, y condenados a un presente banal.
La condición del anciano, por mucho que la seguridad social en algo haya paliado su penuria, no se parece en nada a aquella panacea que predicaban los antiguos estoicos.
Los actuales y los futuros jubilados del Ecuador, los nobles viejos que hicieron esta sociedad, que dejaron sus días en fábricas y oficinas, sufren ahora insólita agresión de la improvisación y la novelería, del desprecio a la experiencia. No de otro modo puede explicarse lo que se ha hecho con las reformas aprobadas por el Ejecutivo que expulsa de la vida laboral a quienes hayan cumplido 70 años de edad, porque "los intereses nacionales " prevalecen sobre el derecho humano fundamental a vivir con dignidad. Sólo un nuevo estoicismo, una regla de vida que como antaño, enseñe a envejecer y morir, puede evitarnos que la esperanza de vida nos depare nuevas y dolorosas experiencias.
Mientras tanto, vale recordar que envejecer es vivir, y que en medio de la grandeza y el drama del ser humano, hay que ser optimistas y recordar a los gobernantes de turno que la   "vejez, es madre de la experiencia y la experiencia es madre de la sabiduría ". Todos los milagros puede hacer la ciencia, menos de dotar a la juventud de esta presbicia maravillosa que permite a los ojos sin llamas de los viejos, extender la mirada aquí y allá, hasta los confines más apartados de la vida.

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