Por Marco Tello

Marco Tello Las generaciones actuales, incluida la que se halla en su momento culminante de gestión en las instancias pasajeras del poder, fueron formadas en el marco de unos valores, principios, ambiciones y estados de conocimiento predominantes en el siglo pasado.

Abrigando mil ilusiones, hemos despedido a la década inicial del siglo XXI. El incesante llegar y despedir confiere certidumbre al individuo y significado a la presencia humana en el planeta, aunque la búsqueda de ese devenir no haya sido siempre venturosa.
En la historia de la especie, diez años equivalen a lo que demora un parpadeo; pero gracias a la experiencia acumulada en la memoria colectiva desde cuando el hombre grabó su sombra en las cavernas, tenemos la impresión de que se acorta la distancia entre los períodos que separan cada forma de comportamiento social. Sensación similar experimenta la vivencia individual conforme se aceleran los estados de conciencia que median entre la adolescencia y la vejez, etapas que difieren por la percepción interior de un tiempo que cobra velocidad ajeno a la marcha convencional de calendarios y relojes.
Valdría la pena preguntar si no es aquella sensación de vertiginosidad, acompañada de malformaciones educativas,   la que lleva hoy a perder de vista la íntima relación entre motivaciones y consecuencias en el quehacer individual e, igualmente, a desvanecer en la configuración de la imagen social el hilo de continuidad en que se operan las rupturas. Perece consecuencia natural de aquella sensación el que la pérdida de la relación entre causas y efectos acabe en el olvido, preanuncio de senilidad; y que la esfumación de la línea de continuidad en los procesos sociales lleve a la desmemoria, aunque en uno y otro caso se trate de mecanismos de defensa que dan tranquilidad a la conciencia.
Es lo que suele obviar en el discurso político quien cree zaherir a la oposición acusándola de tener la mente anclada en el siglo pasado. Y resulta contradictorio si lo hacen los émulos de una revolución heroica que al persistir durante cincuenta años sin despegar de la miseria ha dejado de ser revolución. Este contrasentido confirma que el hombre del siglo XXI aún no existe entre nosotros y que, en consecuencia, es imperioso formarlo. Las generaciones actuales, incluida la que ahora se halla en su momento culminante de gestión,

en las instancias pasajeras del poder, fueron formadas en el marco de unos valores, principios, ambiciones y estados de conocimiento predominantes en el siglo pasado. De modo que carece de fundamento decoroso el entusiasmo con que algunos políticos se miran en nuestros pobres países como seres intelectual y moralmente distintos al habitante del para ellos oscuro siglo XX.
Cuando advenga el hombre del nuevo milenio a su etapa de esplendor, probablemente nos juzgará por las imágenes que han grabado nuestra sombra en el mural de esta primera década: un mundo de diferencias abismales entre la opulencia y la miseria en la economía, en el nivel de conocimiento, en las aplicaciones del saber; pero también lo hará por los restos humeantes de los ejecutados en la hoguera debido a falaces interpretaciones de la justicia;   por los troncos decapitados y los cuerpos colgados como reses en los pasos a desnivel por la rivalidad entre sicarios; por los miles de ciudadanos indefensos masacrados en aras de fanatismos ribeteados de ideales democráticos. El peligro radica en que estas imágenes del pasado inmediato, que nos trasladan a una edad anterior a las cavernas, terminen por contaminar el futuro de nuestros descendientes, si no media una profunda reflexión sobre el papel modelador de la inteligencia y de la sensibilidad que cumple la educación en la cultura.
Aunque los puntos de comparación sean debatibles, recordemos, a propósito de la educación, que aun el frenesí con que el espíritu renacentista se propuso despertar en el siglo XV de la larga modorra medieval, logró vencer la penumbra del pasado volviendo precisamente los ojos a otro pasado, aquel en donde la capacidad creadora liberaba al individuo y lo hacía dueño de su destino. Ojalá que este tipo de preocupación no haya estado ausente al momento de plantear una nueva reforma al sistema educativo vigente; una actualización de veras necesaria mientras nuestra especie no alcance, tal vez en otro milenio, un estadio de perfección evolutiva en el cual las percepciones interiores sean superadas por la serena armonía entre el desarrollo biológico del ser humano y su ilimitada capacidad intelectual.


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