Quienes conocen sobre el tema legislativo dicen que nuestro país anda mal no por ausencia de leyes, sino por la sobreabundancia de ellas y por la falta de voluntad para aplicarlas. Esto quiere decir que las leyes por sí solas no solucionan los problemas sociales; no crean fuentes de trabajo, no dan pan ni vivienda. Sin duda, las nuevas normas con que cada gobierno ha abultado los volúmenes del Registro Oficial prestaron en determinado momento un curso pasajero a las demandas populares; pero no han proporcionado seguridad ni han garantizado el desarrollo. Al contrario, han impedido o complicado la aplicación de cuanto, por propia convención, era ya razonable. En este interminable proceso de recambio, preocupa el hecho de que la situación de los sectores marginados ha empeorado cada vez que desde los intereses de quienes rodean al gobernante de turno modifican, reforman o endurecen las leyes.
Esto lo han sabido siempre los políticos, pero se han valido de ese distanciamiento entre la realidad y la norma para ilusionar a las masas con fines electorales. Pero, como en muchas instituciones humanas, parece que el ordenamiento legal corre paralelo a la idiosincrasia y también a la madurez de las naciones, de modo que está sujeto a la evolución de la colectividad; en ningún caso la ley surtirá efecto duradero si es concebida como un mero instrumento de imposición porque alguien piensa que así y no de otra manera han de comportarse los gobernados. Lo que opera y funciona en una determinada sociedad no necesariamente lo hará del mismo modo sobre otra realidad. Esta es una verdad de Perogrullo, pero que la desestiman quienes creen que sólo se logra una imagen y una interpretación racional del país a través de un título de especialización en centros universitarios extranjeros.
Por otra parte, no se debe olvidar que en el siglo pasado menudearon por el mundo los regímenes que intentaron reconstruir la sociedad sobre nuevos aparatos legales. No bien asumieron el mando de sus naciones negaron la validez del sistema que los había encumbrado y se consagraron a armar sofisticados aparatos de represión para perpetuar su permanencia en el poder, sistemas punitivos en que naufragó la libertad individual, la intuición y la iniciativa ciudana.
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Volvieron así al viejo modelo autoritario y centralista que se propusieron demoler y terminaron en la arbitrariedad, cuando no en el terror y la barbarie. Los presuntos salvadores no cambiaron el orden del mundo ni aliviaron sus males, pero construyeron el tablado desde el cual movieron a las masas con su ambición o su paranoia.
Esta no parece ser aún la situación a la que se ve arrastrado estos días el país. Sin embargo, es aconsejable rememorar las lecciones del pasado para que nuestros jóvenes asambleístas no caigan en la ligereza de someter sus decisiones a la voluntad pasajera de otro poder. Nadie asegura que al régimen actual le vaya a suceder otro igualmente intencionado, socialista, revolucionario. Desde el momento en que hay sectores pensantes y representativos de la sociedad que están en desacuerdo con aspectos puntuales de los nuevos proyectos legales, sobre todo en materia de comunicación y de educación superior, es ineludible obligación de la Asamblea armonizar las expectativas ciudadanas con aquellas que exige un buen gobierno, sin dar pábulo a veladas intenciones centralizadoras y punitivas de los círculos del poder.
Afortunadamente, hasta el momento de escribir estas líneas, aún hay en la Asamblea mentes lúcidas que no cederán a la tentación de sujetar el destino de la comunicación y el de la educación superior a la arbitrariedad del control gubernamental. Tampoco permitirán que temas tan trascendentales se sujeten a criterios simplistas que pueden operar momentáneamente en otro ámbito, como aquello de velar por la seguridad ciudadana mediante restricciones, prohibiciones y escuadrones especiales.
Si el criterio que alientan dichos proyectos fuera el de uniformar la marcha de los ciudadanos, estarían por demás entre nosotros los medios de comunicación no oficiales y estaría por demás la Universidad. Y si en el ámbito de la comunicación el propósito fuera eminentemente punitivo, tampoco se vería la necesidad de una nueva ley, puesto que la experiencia reciente muestra que con la ya existente es posible sancionar a un medio o encausar a un periodista, y hasta se puede, mediante la propaganda oficial –que también entra en la esfera de la comunicación-, irrumpir sin pruebas de veracidad en las transmisiones del mundial de fútbol.
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