A grandes rasgos, y sin detenernos en detalles etimológicos, un indignado es una persona a quien se la ha privado de sus derechos elementales, de los medios necesarios para obtener su dignidad, es decir: su estima, su valor, su emancipación o autonomía.
Ahora bien, cabe preguntarnos si esto es ajustado a la realidad, si existe, de hecho, un sector pasible de este calificativo y, también, su necesario reverso: “una realidad indignante”.
Muy bien, así planteadas las cosas, podemos ya identificar con más precisión a los protagonistas de esta reflexión: por un lado una juventud indignada y por el otro la realidad, el gobierno, los “adultos indignantes” que de acuerdo con estas pancartas han entregado (o no quieren entregar) la posta de un mundo desecho.
Tratemos de despejar el camino antes de proponer una hipótesis que se pretende original. Repartamos culpas, digamos un par de obviedades acerca de estos protagonistas.
Los unos dirán “¡Estamos desocupados y nada hace ver que en el futuro dejemos de estarlo!”. Lo cual es cierto, nadie se atrevería a negarlo. También se podría intentar algo así como “¡Han consumido todas las ideologías y utopías al punto de que los jóvenes se ven obligados a solamente rumiarlas! Seguro, bien podría decirse eso.
Pero la respuesta veterana no demora en su descargo y con toda validez dice “¡Hoy es mucho más fácil para ustedes, nosotros no tuvimos que enfrentar a la desocupación, enfrentamos al hambre, a la guerra y hasta al mismísimo Dios!”. “Por lo demás, si no los escuchamos es porque no hay nada nuevo que oír”.
Y aquí es donde me detengo y propongo, a modo de hipótesis, el siguiente enunciado: ¿No seremos todos - jóvenes, adultos, pueblos y gobiernos - víctimas de una “desincronización histórica”, una suerte de crisis de ansiedad que no permite al joven vivir inquieto y al viejo morir en paz?
Hipótesis arriesgada, por cierto. Pero no por ello improbable.
A continuación intentaré fundar este concepto echando mano a sus posibles agentes causales, o mejor, puesto que hablamos de desincronizaciones históricas, tal vez convendría llamarlos (como lo hubiera hecho Jean Baudrillard) “agujeros negros o momentos singulares de la historia”.
Antes que nada cabe advertir que aquí sólo podremos tratar estas singularidades a prima facie y que todas ellas son merecedoras de un análisis más profundo que oportunamente habría que llevar a cabo. Dicho esto, adentrémonos en los vertiginosos fenómenos del siglo XX.
El Tiempo de Vida
Todos lo sabemos, la medicina ha extendido, extiende y seguirá extendiendo nuestra vida. La consigna es clara: ¡Viva más! Pero esta consigna sólo es unimembre y lo que se oculta es su temible complemento: ¿Vivir más por qué?, ¿Para qué?, ¿Con qué fin? Cuando se le pregunta el porqué, la ciencia dice “porque se puede”, lo cual equivale al famoso sí porque sí o no porque no.
Así, producto de esta dilación, todo se trastoca, todo se desregula, todo pierde su sincronización. Un poco a la manera del pobre Sísifo, los viejos ya no mueren al llegar a la cima de la montaña sino que al llegar a ella se ven obligados a bajar por la otra ladera. Y ni hablar de los jóvenes que ya ni siquiera emprenden la aventura al escuchar el grito de sus padres “no lo hagas, es en vano”.
Miles de “indignados” colman las plazas europeas. |
El Tiempo de la Información
Y aquí damos con otra arritmia, otro experimento temporal cuyos resultados están aún por verse. La revolución de las tecnologías de la información es, en términos históricos, muy temprana (demasiado temprana) como para hacer conjeturas. Pero de algo podemos estar seguros: “algo” cambió, y ese algo es probablemente nuestra manera de percibir el espacio – tiempo.
De esta manera, cabe preguntarse: ¿No estarán los mayores queriendo entregar las llaves de la ciudad a los jóvenes, y estos, en cambio, en vez de una llave están esperando un password o contraseña? ¿No estaremos presenciando el fin de la democracia tal como la conocemos y el comienzo de una suerte de tecnocracia informacional? ¿La información como pueblo y soberano, como Dios y creatura, como nuevo universal? Difícil afirmarlo. Pero la misma dificultad se encuentra al querer negarlo.
Así, la comunicación entre la generación analógica y la generación digital se va tornando imposible. Final de la continuidad. ¿Final de la historia al decir de Fukuyama? Quizás, pero todo final implica un comienzo, y en ese caso el problema sería que hoy día los jóvenes no saben ni donde comienzan sus narices.
El Tiempo Político – Social (Rumiación)
¿Y entonces? ¿Qué hacer mientras se espera? Y más desesperante aún: ¡Mientras se espera qué! La rumiación es un mecanismo económico que tiende a optimizar, a prolongar en el tiempo los nutrientes de un alimento que se presume escaso. Esto podríamos extrapolarlo perfectamente a nuestra realidad político – social: ingerimos y re-ingerimos nuestros mejores productos del intelecto, nuestros humanismos, nuestros avances científicos, nuestra pasión por las cosas, nuestros fetiches, nuestros Gandhis, nuestros Marxistas y nuestros Tíos Sam. Sí, lo hacemos hasta saciarnos y hasta que finalmente, una vez más, llega el eructo, la nausea, el hipo, sí: esa desincronización de la que les hablo. ¡Jóvenes a pensar nuevas alternativas!
Entonces bien, creo por lo menos haber planteado de manera suscinta este aparente cuadro de ansiedad histórica. Manifestar que nada que se manifiesta puede servir a que, justamente, se manifiesten los primeros síntomas de una historia ansiosa que parece querer ir más allá de sus propios pasos. Y si fuera así, ¡entonces a alegrarse!, pues la ansiedad tiene cura.
* Traductor y Escritor Independiente, ecuatoriano residente en Argentina, ha hecho llegar a AVANCE este artículo que lo insertamos por ser un aporte cultural y social de actualidad para la reflexión de jóvenes y mayores.