Por Marco Tello
Subteniente de infantería, maestro de escuela, diplomático, viajero, leía y escribía. En una época en la cual la lucha ideológica se libraba en la prensa y se dirimía en el campo de batalla, fue ensalzado y denigrado. Como a toda tiranía, a la de Rosas le faltaron adjetivos para infamarlo: inmundo, salvaje, traidor, loco, protervo, envilecido, miserable, hipócrita... |
Nuestro personaje nació en febrero de 1811, en San Juan. Su vida fue un capítulo en la historia conflictiva de la naciente república argentina. Cuando en 1840 marchaba al destierro, estampó sobre una roca la frase memorable: "Las ideas no se matan". A su muerte (1888), el gobierno publicó las obras completas (50 y más tomos) y en 1900 erigió en el paseo de Palermo, Buenos Aires, la estatua esculpida por Rodin. Domingo Faustino Sarmiento fue ante todo un educador. Plasmó su vocación en la docencia, en el periodismo, en la política, en la faena de escritor. Mientras se ganaba el pan como dependiente de comercio, como mayordomo en las minas de Copiapó, leía y escribía. Subteniente de infantería, maestro de escuela, diplomático, viajero, leía y escribía. En una época en la cual la lucha ideológica se libraba en la prensa y se dirimía en el campo de batalla, fue ensalzado y denigrado. Como a toda tiranía, a la de Rosas le faltaron adjetivos para infamarlo: inmundo, salvaje, traidor, loco, protervo, envilecido, miserable, hipócrita (hoy, en el bicentenario del nacimiento, lleva también el sambenito de anti indigenista). Estuvo en prisión y en más de una oportunidad se libró de ser asesinado. Había cumplido 57 años de edad cuando asumió la Presidencia de la Argentina, elegido por voto popular para el período 1868-1874. Su obra cumbre, "Civilización y barbarie -Vida de Juan Facundo Quiroga", fue publicada inicialmente en folletín en 1845. Maestro en el arte de vivir, de narrar, de describir, cuenta los hechos con emoción testimonial, pinta los paisajes como familiares y confiere al protagonista una dimensión de héroe romántico. Quiroga era la barbarie, encumbrada con Rosas en el poder. Radiografía del alma argentina, el libro pretendió ser ensayo, rebasó la linde de lo biográfico y se transformó en novela. En otra de sus obras, "Recuerdos de provincia" (1850) traza el perfil humano. Pero toma la autobiografía como pretexto para urdir y colorear la inmensa tela de su tiempo. A las sombras aborígenes de Cuyo, les sigue la semblanza de los seres amados, de los maestros que le encendieron las ideas. Dos óleos mal pintados de santos adornan la pequeña sala familiar de la niñez; en el centro, dos mesas de algarrobo, |
|
madera del lugar. Es la persistencia colonial. La puerta entreabierta permite atisbar el porvenir: el telar materno debajo de una higuera, un duraznero corpulento, un jardín de hortalizas "del tamaño de un escapulario". La pobreza estimula el ansia de vivir. Entre las sabias lecciones recibidas del cura don José de Oro, su tío, está la disciplina como método de estudio. Ha cumplido 18 años y ha escapado del fusilamiento. Se encierra con gramática y diccionario para aprender el francés; en pocas semanas traduce doce volúmenes, acodado sobre ellos noche y día. Dedicado luego al inglés, paga unos reales al sereno del barrio a que lo despierte al amanecer. En mes y medio adquiere el idioma y, cuando anda de minero, traduce la colección de Walter Scott. Tiene 26 años; aprende el italiano y se entretiene con el portugués. Diez años después, en París, lidiará con la lengua alemana. El gusto por los idiomas le franquea la entrada a la literatura universal y le acerca a las corrientes filosóficas, políticas y religiosas dominantes en el viejo continente. Ello le ayudará más tarde en su recorrido por Europa. Bajo forma epistolar, cada relato de esos viajes es un ensayo de interpretación histórica y social que conserva indeleble el sello del arte y el encanto de la escuela de su tiempo. Una carta desde París (1846) se alarga por cien páginas. Lo vemos burlando cauteloso el río de carruajes que solo frenan por el temor de los cocheros a la multa que han de pagar por cada peatón reventado. A orilla de un estanque, le escucha el gran Thiers, deslumbrado por una relación distinta a la que han difundido los emisarios del tirano argentino. La entrevista concedida para quince minutos se prolonga por horas, a instancias del propio historiador francés. Desde otros destinos (1847), escribe sobre la grandeza de la Roma milenaria; narra el trato casi familiar que le ha prodigado el recién elegido Pío IX, que en la juventud ha conocido Mendoza y Buenos Aires. Después de fascinarnos con la pintura de Florencia, se detiene sobre un puente colosal, a la entrada de Venecia, que le trae el recuerdo de la antigua calzada que conducía a Méjico, por donde Hernán Cortés se batía en retirada. Penetrante, ameno, sugestivo, así es el estilo de Sarmiento, un personaje salido de provincia para ser universal. |