* Por José López Rueda

El personaje toca las piezas que nos hacen añorar sin remedio los países donde nunca vamos a vivir. Parece amasada esta música en el propio corazón de los indios andinos que, diseminados por los picachos de la cordillera, sienten sus rostros de metal inmutable azotados por vendavales de soledad.

La cordillera recorta su espinazo sobre el cielo suave del atardecer. El río Tomebamba, llorado por los altos ojos de los Andes, baja lamiendo las piedras pulidas y hermosas de su cauce, sorbiendo entre sus aguas a los niños bañistas y espejando viajeras nubes, oscuros eucaliptos, melancólicos sauces llorones como novicias en clausura. Las orillas del río se hallan cubiertas de lavanderas cobrizas, que, metidas en el agua, restriegan la ropa blanca de los señores o nievan con ella las verdes márgenes.

La corriente se lleva retratada en su fondo la cotidiana biografía de la ciudad. En las noches diáfanas de octubre, el Tomebamba roba todas las estrellas y cuando llega el plenilunio, se pone azul y misterioso, sacando a relucir toda su espuma de plata. Como pasa muy cerca del Hospital Civil, se entretiene, a veces, contemplando los entierros de los indios. Primero viene uno de ellos con un ataúd al hombro, trotando por la orilla derecha del río, que lo refleja y deforma grotescamente en su líquida pupila.

Si miramos la imagen del indio en el espejo del agua podemos ver que la muerte corre detrás con su helada sonrisa de espantapájaros y su enorme guadaña desportillada. Unas horas después, sale del hospital el fúnebre cortejo. Los cuatro ponchos colorados que visten los portadores, ondean bajo la tarde gloriosa y loca del Ecuador. Varias mujeres acompañan al difunto con sombreritos de paja y negras polleras hasta los pies. Las dos más allegadas sollozan en silencio. Cuando el féretro pesa bastante, los indios que lo transportan, caminan dando tumbos y muriéndose de risa. El día los contempla desde el oeste con su monóculo de fuego y el séquito funerario proyecta larguísimas sombras sobre la carretera. En el lecho del Tomebamba, los indios avanzan cabeza abajo, con la muerte al revés y la risa de los portadores se parte en mil pedazos al reflejarse en las ondas.

Un pueblo de golondrinas y vencejos enloquece la transparencia de la tarde. La brisa del sur despeina las altas palmeras con sus múltiples manos. El alma del mundo se ríe de la muerte, porque sabe muy bien que nada significa para ella. Sólo se extinguen pequeñas partículas suyas. Pero ella permanece, es eterna. De cuando en cuando se retira de un cuerpo y enseguida mete su fuego en otro ser.

Voy avanzando río arriba por la orilla derecha del Tomebamba. El sol fulgura ya sobre las cumbres del poniente y llamea entre las copas de los eucaliptos. En un prado vecino, caballos y toros recortan sus quietas figuras sobre la roja vidriera del ocaso. A la otra orilla del río cuelgan las casas de la ciudad. Parece que se han apiñado todas en el muelle del crepúsculo para ver zarpar la inmensa nave del día desde sus altos balcones encendidos de nostalgia.                                                                                            

De pronto, una música delgada y agridulce llena el atardecer, se echa a rodar por los tejados, entra en las altas galerías, se infiltra en los viejos arcones donde guardan las abuelas sus sedas antiguas, pone repentinamente serias a las muchachas que un minuto antes acaso cantaban, sale por las chimeneas sonorizando la danza del humo y bucea un momento en las aguas tranquilas de los espejos.
Me pongo a averiguar la procedencia de esta música y no descarto la posibilidad de tenérsela que atribuir al músico insomne que habita en el cauce del río. Pero desgraciadamente no   es así. Todo efecto supone su causa. Lo que se mueve por otro es movido. No hay más remedio que hacerle tascar el freno al caballo de la fantasía. Entre las casas adosadas al talud que recorre la margen izquierda del Tomebamba, hay una de ellas que no parece de aquí. Es una casita con el piso bajo primorosamente enjalbegado, los altos pintados de verde y un poco saliente cada uno de ellos respecto del inferior. Es una casa construida para mirar el lejano horizonte del océano, para alzarse en el barrio nocherniego de un puerto y albergar en su seno un café cantante llamado, por ejemplo, "La Luna de Sebastopol". En el piso bajo se abre un amplio zaguán con varias sillas y, sentado en una de ellas, hay un hombre tocando la concertina en mangas de camisa. Parece el marinero más solitario, ese que tiene la pena más secreta y se consuela con su musiquilla, mientras el resto de la tripulación bebe ginebra en el reumático establecimiento.

El mundo se mete en el bolsillo del chaleco su monóculo de sol y luego saca   el de plata lunada que es el que utiliza para trasnochar. Oyendo el son arrabalero de la concertina, un viejo hidalgo que está sentado en la mecedora de su despacho, recuerda la pasión más violenta de su mocedad y, lentamente, coloca su mano fina y huesuda sobre el costado siniestro. Yo me paseo de un lado para otro a la orilla del río. Surgen ya las primeras estrellas y se encienden las altas galerías, las pequeñas ventanas, los balcones misteriosos donde se acodan, sueña que te sueña, las doncellas más apasionadas.

El hombre de la concertina toca ahora las piezas más nostálgicas de su repertorio, esas que nos hacen añorar sin remedio los países donde nunca vamos a vivir. Parece amasada esta música en el propio corazón de los indios andinos que, diseminados por los picachos de la cordillera, sienten sus rostros de metal inmutable azotados por vendavales de soledad. Yo también ando solo y desterrado lo mismo que Ashaverus, el judío errabundo. ¿Hay alguien que a esta hora piense en mí al otro lado del planeta? ¿No son ya tumba de mi recuerdo las almas de los que me amaban al partir? Todas estas son vanas preguntas sin posible respuesta, que remueven mi espíritu como el viento las hojas secas del otoño. La luna me acecha con sus ojazos de gato y el hombre de la casa verde toca y toca sin cesar la concertina.


* José López Rueda, maestro español nacido en 1928, que enseñó hace medio siglo en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Cuenca, evoca aquellos tiempos de la ciudad pequeña y bucólica cuyas imágenes las pintó a su paso por Cuenca en escritos inéditos que los ha querido regalar a los lectores de AVANCE.

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