Por Yolanda Reinoso
Pensar que alguna vez, entre el año 70 y 72 D.C., cuando se empezó a construir el hoy llamado Coliseo, bajo el nombre de Anfiteatro Flavio, no había tráfico, ni turistas, ni avenidas modernas a su alrededor, no hace menos que estremecernos, ya que estamos ante un testigo del tiempo con sus cambios inexorables. |
Cuando en mis clases de Derecho Romano se mencionaba la Dinastía Flavia de emperadores que construyó este icono en la hoy capital italiana, siempre imaginaba que tal edificio debía estar ubicado en las afueras de la urbe, quizá en medio de una llanura. Así que grande fue mi sorpresa al descender por la Via Dei Fori Imperiali, y ver al fondo la fachada del Coliseo Romano, indiferente a un tráfico incesante como lo ha estado ante otros aspectos más de los siglos que han pasado por su historia.
Pensar que alguna vez, entre el año 70 y 72 D.C., cuando se empezó a construir el hoy llamado Coliseo, bajo el nombre de Anfiteatro Flavio, no había tráfico, ni turistas, ni avenidas modernas a su alrededor, no hace menos que estremecernos, ya que estamos ante un testigo del tiempo con sus cambios inexorables.
A la entrada del sitio, se ve a todas horas a italianos vestidos a la usanza de los gladiadores, ofreciéndose para una foto e imprimiendo un aire de contraste entre lo antiquísimo y lo contemporáneo, lo remoto y lo presente, y al entrar por la nave lateral más cercana a la puerta de entrada, uno cae en la cuenta de inmediato que la estructura moderna de nuestros coliseos, incluyendo el cuencano, ha seguido el modelo arquitectónico.
El graderío al interior está bien conservado y se puede ascender rápido, aunque al llegar a lo más alto, es claro que los espectadores de estratos sociales más bajos no tenían la misma vista de los espectáculos que aquellos que, por su importancia social, se ubicaban más cerca de la arena. El terreno ovalado de ésta se encontraba en remodelación cuando estuve allí, puesto que hoy queda visible al público el complejo subterráneo de mazmorras y vestidores (hipogeo) que, originalmente, se ubicaban debajo de la plataforma donde se llevaban a cabo los sangrientos espectáculos, incluyendo no sólo los famosos combates entre gladiadores, sino además ejecuciones públicas, peleas entre animales y hasta batallas navales, para lo cual se inundaba el terreno de juegos, drenando el agua luego a través del sistema de canales que se observa en los cuatro puntos cardinales del óvalo.
Las pilastras y los arcos del coliseo llaman la atención por sus líneas tan bien perfiladas, cosa que a un experto en arquitectura le parecerá básica, pero que al común de los turistas no deja de impresionar considerando la fecha de la que data el edificio y, es de suponer, lo rudimentario de las herramientas que debieron usarse en su construcción. Un aspecto que me llamó la atención también, es que la altura total de los arcos no coincide con los niveles del graderío.
La otra cara de las innumerables vidas que se perdieron en los espectáculos del anfiteatro, es sin duda la que nos cuenta que también se hacían allí representaciones de paisajes naturales por parte de pintores y arquitectos.
Los usos del anfiteatro, que hoy relacionamos con costumbres crueles, no son la imagen que se me quedó luego de conocer el lugar; me inspiró sobre todo un sentimiento de admiración por el elemento artístico que una obra arquitectónica de esta calidad tiene. Hoy en día la humanidad aún se empeña en erigir construcciones no sólo con fines utilitarios específicos, sino con características especiales de acuerdo con la necesidad estética de los tiempos, y eso es justamente el Coliseo, cuyo actual nombre viene de la "colosal" estatua de Nerón que habría estado ubicada en algún punto de su perímetro exterior , y de la cual no queda rastro.
Un dato trivial: gatos paseando por los interiores del Coliseo vi, pero no tantos como siempre me han dicho que hay.
Los esfuerzos actuales por conservar en pie el Coliseo Romano, que además es Patrimonio Cultural declarado por la UNESCO, deben ser ilimitados: no se trata sólo de la historia de un Imperio poderoso, sino de un rastro palpable de los sucesos políticos que delinearon la doctrina y las leyes que hoy rigen varios países, incluido el nuestro.