Por Kerry Kennedy (*)
(*) Kerry Kennedy, autora de Speak Truth to Power (Decir la Verdad al Poder) y fundadora del Centro de Derechos Humanos del Memorial Robert F. Kennedy. |
Las huellas del paraíso están todavía visibles en Lago Agrio, Ecuador. Desde el aire, la región selvática del norte de Ecuador -conocida como el Oriente- parece un tapiz de niebla plateada y franjas de verde lustroso |
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Una inundación de petróleo en la vegetación amazónica. |
Pero bajo el manto de nubes , la selva es una maraña de manchas negras de petróleo, fango purulento y tuberías oxidadas. El humo brota del suelo, arrojando vapores al aire que queman la garganta. Las aguas residuales de estanques sin encofrar se traspasan a las aguas subterráneas y transitan a los ríos y los arroyos.
Este paisaje de pesadilla es el legado de la corporación petrolera Texaco. Entre 1964 y 1990, Texaco (adquirida por Chevron en 2001) perforó alrededor de 350 pozos petroleros en una superficie de 2.700 millas cuadradas de selva de la Amazonía ecuatoriana. La empresa obtuvo aproximadamente 30.000 millones de dólares en ganancias, mientras derramó deliberadamente 18.000 millones de galones de sopa tóxica, conocida como agua de producción -una mezcla de petróleo, ácidos y otros cancerígenos- que cayó a las corrientes donde seres humanos recogen agua para beber, pescan, nadan y se bañan.
En el proceso, Texaco construyó más de 900 fosos de fango de petróleo, muchos del tamaño de piscinas olímpicas. A diferencia de las piscinas, estos hoyos fueron cavados sin revestir la tierra. No se colocó ningún concreto para proteger el suelo y el veneno se escurrió al agua subterránea.
Yo había escuchado, durante años, sobre lo que se ha llamado el "Chernóbil de Chevron en la Amazonía". Pero nada me había preparado para el horror del que fui testigo durante mi visita de tres días en Ecuador.
Tuve en mis manos una libélula embadurnada de petróleo, que trataba de revolotear sus alas desesperadamente, sin resultado. Vi huellas de patas de cerdo en el barro al lado de inmundicias grasientas, donde los animales habían comido pasto contaminado, que pronto estará infectando a menores de edad, mujeres, y hombres, quienes en la cadena alimenticia terminarán consumiendo los desperdicios de Chevron.
Conocí a un hombre que me dijo que sus dos niños habían muerto después de nadar en el agua contaminada. Uno murió en menos de 24 horas. El otro permaneció retorciéndose en agonía durante seis meses. Encontré a otro señor cuya vivienda está ubicada sólo a un centenar de yardas de uno los pozos. Tiene diez hijos. Todos se han enfermado, algunos cubiertos de llagas. Sus gallinas y sus puercos murieron. Nada crece cerca de su casa.
Vi un pozo envenenado abandonado por Texaco en 1974, que nunca fue usado por otra compañía. Los ductos que salen de ese estanque contienen un líquido claro que corre por esos tubos. Cuando acerqué el líquido a mi nariz, olía como a gasolina. La cañería va directamente a un riachuelo cercano, que es la fuente principal de agua de consumo para la gente que vive en sus riberas.
Escuché historias aterradoras acerca del maltrato infligido por trabajadores de Texaco: mujeres violadas; chamanes llevados en helicóptero a alejadas cadenas de montañas para ver si lograban encontrar el camino para devolverse; indios a los que les dijeron que friccionarse petróleo en sus cabezas calvas les haría crecer cabello fuerte y largo; y camiones de Texaco que derramaron desechos de petróleo en las sendas donde la gente caminaba y sufría quemaduras causadas por la brea pegajosa expuesta a los calcinantes rayos del sol.
Este no es un asunto de nostalgia sentimental. Es un asunto de derechos humanos -de violaciones claras de los derechos de los indígenas ecuatorianos a la vida, la seguridad y la autodeterminación.
Cuando los petroleros de Texaco descendieron de sus helicópteros en la jungla a principios de la década de los sesenta, le regalaron a los aborígenes pan, queso, platos y cucharas. Hasta hoy, esa es la única compensación que los grupos indígenas han recibido. Nunca se les pidió permiso para que su tierra fuera horadada, antes de que los ejecutivos de Texaco negociaran un contrato con funcionarios del gobierno ecuatoriano.
Texaco sabía que había gente que podría morir debido a lo que estuvo haciendo y ha ignorado. De acuerdo con el último conteo, 1.400 niños, mujeres y hombres han muerto de enfermedades atribuidas directamente a la contaminación provocada por Texaco. El índice de casos de cáncer en las comunidades afectadas por la actividad petrolera es 30 veces mayor que en cualquier otro lugar del país. Otros equipos médicos han documentado altas tasas de defectos de nacimiento, abortos, enfermedades de la piel y daños al sistema nervioso.
Dos grupos nómadas que habitaban la región, los Tetetes y los Sansahuari, han desaparecido. Lo que Texaco hizo podría decirse que asciende penalmente a homicidio por negligencia. Ahora, los grupos indígenas que quedan en el Oriente ecuatoriano -los Cofán, Siona, Secoya, Kichwa, y Huaorani- han tomado en sus manos la lucha contra Chevron. Organizados a través del grupo de base Frente de Defensa de la Amazonía, están exigiendo, mediante una demanda colectiva sin precedentes, que Chevron arregle el daño que causó.
El caso está ahora en su año decimosexto. Chevron (cuya declaración de derechos humanos dice, "valoramos y respetamos la cultura y las tradiciones de las numerosas comunidades en las que trabajamos") ha alargado el litigio una y otra vez para que se demore indefinidamente. La evidencia de su maldad está a la vista de todo el mundo. El año pasado, un cabildero de Chevron -cuya identidad no fue revelada- fue citado diciendo que la lección para Ecuador es que:"Nosotros no podemos permitir que países pequeños hostiguen a compañías grandes como ésta -empresas que han hecho grandes inversiones en el mundo".
Pero como estadounidense, estoy horrorizada que una corporación de nuestro país pueda tratar a personas inocentes con tal desdén. Nosotros -consumidores, funcionarios elegidos, periodistas, activistas, y ciudadanos- debemos hacer que Chevron asuma la responsabilidad por sus acciones, y ver que se haga justicia.
Aquí en el Oriente, 45 años después de que Texaco taladró por primera vez el suelo y 16 años después de que los ecuatorianos empezaron su lucha por la justicia, no debemos permitir que desaparezcan las huellas del paraíso que todavía son visibles.