Por Marco Tello

 

Marco Tello
Los vocablos corsario, bucanero y filibustero, todos caben en la acepción general de pirata, de una voz griega que significa atacar; sin embargo, denominaron en su tiempo modalidades diferentes. La piratería despertó la ilusión en muchos hombres sin patria ni bandera, para quienes la gloria y la muerte atraían con idéntico fulgor

Quien lea "Piratas y Corsarios", de Elliot Dooley (Barcelona, Bruguera, 1967, con licencia eclesiástica) notará que el interés por el tema no decae; al contrario, se actualiza más allá de la nostalgia que a veces nubla la verdad sobre el acontecer humano.
El libro nos recuerda que el éxito de la aventura dependía de la férrea organización alrededor de una ambición común: el botín. Una vez elegido el jefe, todos los expedicionarios quedaban sometidos a su inapelable brutalidad. Antes de zarpar, se trazaba el plan de operaciones. Preguntaba luego el capitán si alguien estaba en desacuerdo y disparaba a quemarropa contra quien levantara la mano. " ¿Alguien más?", volvía a preguntar. Y los piratas se entregaban a la furia de las olas y caían al amanecer como una tromba, por ejemplo, sobre Maracaibo, en la patria del Comandante Chávez.          
Ya desvanecidos los contextos, se emplean hoy como sinónimos de la palabra pirata los vocablos corsario, bucanero y filibustero. Todos caben en la acepción general de pirata, de una voz griega que significa atacar; sin embargo, denominaron en su tiempo modalidades diferentes. La piratería despertó la ilusión en muchos hombres sin patria ni bandera, para quienes la gloria y la muerte atraían con idéntico fulgor. Abordaban un barco, degollaban, robaban, esclavizaban a los sobrevivientes; o zozobraban en la borrasca sin dejar memoria. Sobre ágiles bajeles, remeros musulmanes sorprendían en alta mar a los pesados navíos mercantes de Occidente. La actividad era febril en Europa. Se hicieron famosos por la audacia y la ferocidad los piratas de los pueblos que después conformaron Gran Bretaña, la reina de los mares. Capitanes enviados con la misión de limpiar de ladrones el océano aprendían tan bien el oficio que terminaban como piratas afamados. Uno de   ellos, Stoertebecker, fue colgado en Hamburgo, y dejó tal cantidad de oro, fundido en el palo mayor de su nave, que alcanzó para sufragar la guerra, indemnizar a las víctimas y decorar el templo de San Nicolás.  
Luego del reparto del Nuevo Mundo entre España y Portugal por el Papa Alejandro VI, la piratería revistió otro matiz. Las naciones relegadas, sobre todo Inglaterra y Francia, codiciaban los tesoros de los galeones españoles, y satisficieron su ambición a través de los corsarios, llamados así porque operaban con una prebenda o "patente de corso" con que el rey les autorizaba para atacar naves enemigas, a cambio de participar en el botín.

Armaban por su cuenta la expedición y, a falta de una presa enemiga, se pagaban saqueando por equivocación un barco del propio país. Francis Draque, protegido de la reina Isabel, fue luego ennoblecido por sus brillantes servicios a Su Majestad.
Cansados de aventuras o reprimidos por los excesos, muchos piratas y corsarios se establecieron en la isla Española, donde descubrieron que era posible gozar de entera libertad viviendo del intercambio de productos con los barcos que anclaban en la costa. Los pacíficos comerciantes tenían aspecto salvaje, andaban andrajosos, alimentados de "bucán", que en araucano era la carne secada al sol y asada en leña verde. Esta vida disipada de los bucaneros, libre, desorganizada, sin autoridad, irritó de tal modo a la Corona española que decretó su exterminación. Fueron cazados y diezmados sin piedad; pero los sobrevivientes alcanzaron a refugiarse en la Tortuga y juraron venganza.
Allí, los bucaneros eligieron a sus jefes y se lanzaron al mar. Ahora eran filibusteros, palabra del francés, pero con el sentido originario de libres saqueadores. Célebre en las costas del Caribe fue Jean David Nau, "el olonés". Tomó Maracaibo y obtuvo por el terror 260 mil pesos oro. Mansvelt saqueó Santiago de los Caballeros al cabo de una penosa marcha por la selva, durante la cual prohibió a sus hombres, bajo pena de muerte, hablar en voz alta o cantar. Pirata, corsario y filibustero fue Henry Morgan. Desde Jamaica organizó el saqueo de Maracaibo. En 1671 tomó Panamá, la fortaleza casi inexpugnable de los españoles; mató, masacró y reunió un valor incalculable en oro, plata y objetos preciosos. Aclamado como héroe por los ingleses jamaiquinos, fue pronto ennoblecido por la Corona británica en pago de sus servicios. Nombrado Teniente Gobernador de Jamaica, Sir Henry Morgan se comprometió a eliminar a sus antiguos compinches. Nadie como él para sorprenderlos en sus guaridas y ahorcarlos. Murió lejos del mar, en la cama, y fue sepultado en la iglesia de Santa Catalina.                                
Cada vez que otros tesoros han deslumbrado a los aventureros, se han sofisticado las operaciones de pillaje, y nuevos saqueadores se han repartido el botín. En nuestro siglo, algunos herederos de la ambición ya corrieron la suerte del capitán Kidd y expiaron las culpas en la horca; pero otros han sido ennoblecidos por nuevas formas de reconocer los servicios   prestados a las naciones venturosas.

 

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