Por Eliécer Cárdenas

 

Eliécer Cárdenas Más allá de una ley, polémica o no, sería deseable en este Ecuador del Siglo Veintiuno con prácticas dignas ni siquiera del siglo pasado sino de los anteriores, la política discurriera por cauces menos traumáticos y deje de ser un ejercicio torturante de dos monólogos: el que se emite desde las alturas del poder y el que se fragua desde las trincheras €“no pocas veces amargadas y resentidas- de la oposición

Pocas veces en la accidentada vida legislativa del país se asistió a un intento de consensuar un proyecto legal, tal y como se hizo con la famosa y aún nonata y sin embargo tan vilipendiada Ley de Comunicación, donde el tira y afloja de un grupo de influyentes medios con el Gobierno de la Revolución Ciudadana llevó las tensiones a su máximo punto. La prudencia, unida al sentido común, que en ninguna revolución, ciudadana o no, puede faltar, recomendaba la búsqueda de aquel consenso legislativo que permitiera si no una ley satisfactoria para todos, cosa imposible, cuando menos un proyecto que limando las más visibles asperezas de un trato draconiano a las vulneraciones informativas, contuviera sin embargo un marco básico para el comportamiento informativo dentro del respeto a las libertades básicas, entre ellas la de expresión.
Pudo parecer utópico el intento, pero en nuestra difícil convivencia política fue en realidad un resquicio abierto para que el canibalismo descalificador de la oposición, siempre en plan apocalíptico, se lo remplazara por una visión constructiva y propositiva de lo que debería constituir una oposición, y de otro lado para que la visión vertical desde el poder se la reemplazara por una perspectiva más incluyente y que perciba los múltiples matices del equilibrio del poder en democracia. Esto, sin duda, no gustó a los extremos tanto del gobiernismo como de la oposición, y aquel consenso está en franco riesgo. La Ley de Comunicación que finalmente salga es de pronóstico reservado.
Pero más allá de tal o cual ley, polémica o no, sería deseable en este Ecuador del Siglo Veintiuno con prácticas dignas ni siquiera del siglo pasado sino de los anteriores, la política discurriera por cauces menos traumáticos y

deje de ser una especie de ejercicio torturante de dos monólogos: el que se emite desde las alturas del poder y el que se fragua desde las trincheras €“no pocas veces amargadas y resentidas- de la oposición siempre al acecho de tomar al gobierno como una presa digna de acabarse a dentelladas.
Los acuerdos cierto es que en nuestro país han tenido la mácula de un origen bastardo, logrado en base a cálculos, ventajas, trampas y subterfugios. Pero ello no equivale a decir que todo acuerdo político per se vaya a resultar malo o deshonesto.
Si se consiguiera remplazar-algo ciertamente difícil- a la suspicacia mutua por la confianza, habría a futuro la posibilidad de construir consensos que no signifiquen una claudicación de principios, ni mucho menos, sino simplemente un ejercicio más civilizado y beneficioso para el país del juego político de Gobierno-oposición. Sin duda, aún es temprano para que esta idea se plasme, puesto que la oposición es la que más debe cambiar, dejando atrás su eterna beligerancia en pos de cercar al Régimen, y éste en consecuencia si esta actitud negativa cambiara, modificase igualmente su visión de que toda oposición puede ser inspirada en intereses poco éticos y ambiciones desmesuradas.
El acuerdo sobre la Ley de Comunicación bien puede resultar un intento fallido, sobre el cual los "halcones" tanto del oficialismo como de los sectores oposicionistas ensayen sus hachas de guerra, pero si se quiere un sistema democrático viable a mediano plazo, hay que pensar con mayor seriedad en esta clase de acuerdos, siempre y cuando no existan en ellos segundas intenciones ni el afán de rendir al adversario, sino de convivir con él en las condiciones más favorables al país.

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