Por Marco Tello

Marco Tello En su novela "El corazón de las tinieblas", Joseph Conrad describió en 1902 el poder misterioso con que la selva del Congo trastornaba a quienes la profanaban atraídos por la fría blancura del marfil. En 1903, otro explorador, Roger Casement, informó sobre los horrores que allá cometían los negociantes del caucho.

El servicio en el cuerpo consular británico le había permitido constatar la   barbarie imperante en esa vasta región africana asignada por las naciones europeas a Leopoldo II de Bélgica para que la civilizara. La ambición desmedida del monarca había sometido a la esclavitud a los nativos, en condiciones que repugnaban aun a la probada sensibilidad inglesa. Una fotografía muestra en la Internet a dos jóvenes congoleses de aquella época con las manos amputadas, una pena benigna si se considera la crueldad con que los civilizadores belgas practicaron uno de los mayores genocidios de la historia.
Años después, Sir Roger Casement, ennoblecido por la Corona, fue comisionado a la región del Putumayo para verificar las denuncias contra la firma inglesa Peruvian Amazon Company, manejada desde Londres por el peruano Julio C. Arana. El informe sobre la conducta   criminal de los caucheros sacudió otra vez la conciencia de los pulcros londinenses que habrían preferido ignorar que ciertas fortunas inglesas estaban amasadas con la sangre de los nativos amazónicos. Si no eran desorejados,   castrados o degollados por no extraer una determinada porción de caucho, el hambre o la enfermedad se encargaban de liberarlos de ese infierno. En pocos años de explotación, entre 1893 y 1910 €“fecha del informe-, quedaba apenas un cuarto de la población indígena que desde épocas inmemoriales había andado libre por las selvas del Putumayo.
En vez de atraer al aborigen al mundo civilizado, el sistema colonialista despojaba de los valores morales al colonizador y lo convertía en demonio; el desprecio por la dignidad humana descendía más allá de la abyección. El contacto con el horror prendió en   Casement la idea de que la única opción de libertad era la rebelión. La rebelión armada.   Desde el Congo y la Amazonía, la llama de este pensamiento voló a su patria, Irlanda, colonia del país al que él representaba.   Añoró el origen céltico, la historia y la leyenda, desde los tiempos del druidismo hasta la conformación espiritual de Irlanda, antes del sometimiento

a la corona inglesa en el siglo XII. Dominado por el nuevo fervor renunció al servicio diplomático y se adhirió al movimiento nacionalista irlandés que luchaba por la independencia. Poco antes de que estallara la cruenta sublevación de 1916, y luego de un periplo por Estados Unidos y Alemania en demanda de apoyo militar, desembarcaba de un submarino alemán en la costa irlandesa cuando fue aprehendido por el servicio secreto inglés que le seguía los pasos. Condenado a muerte por traición a la patria, denegadas las solicitudes de indulto, Sir Roger Casement fue ahorcado tres meses después en los patios de Pentonville Prison. Tenía 52 años de edad.
Hasta aquí podría decirse que llega la historia, la biografía, pero de aquí arranca "El sueño del celta", novela de Mario Vargas Llosa. Tras las rejas de Pentonville, mientras aguarda el instante del indulto o el de la ejecución, la mente del condenado va armando y desarmando en la oscuridad, como en una caja china, el pasado irlandés, los horrores de la selva y la secreta conexión de los hechos que trazó su destino. A lo largo de 451 páginas, el lector es cautivado sin respiro de la primera a la última línea. El estado de encantamiento no le permite definir la frontera movediza entre la historia y la ficción   y hasta pasa por alto algún lunar sintáctico. Superada la edad en que las personas entre nosotros son consideradas inútiles, Vargas Llosa, que anda por los 74 años, nos rinde una nueva lección de lozanía intelectual y de fidelidad a la vocación de escritor. Tocado aún por el asombro, al lector sólo le cabe suponer, al virar la última página, que si el sueño del celta fue la independencia de Irlanda, el viejo sueño del autor, como en una caja china, fue "El sueño del celta", una obra que se debe leer antes de que la magia literaria sea hurtada por el cine. El texto, además, ayuda a recordar que la barbarie es inherente a la codicia de todo imperialismo, como para no sorprendernos, por ejemplo, de la poca distancia que media entre la reciente comparación norteamericana de la población migrante con las ratas y la comparación, a comienzos del siglo XX, del habitante de la selva con los perros contagiados de rabia.


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