Camino a los 97 años, la anciana goza de la inspiración poética que descubrió temprano en el admirable paisaje cuencano: "la vida es hermosa como nuestros ríos que pasan y no regresan más", dice


Las paredes de su habitación están pobladas de retratos y recuerdos de los seres queridos que le antecedieron y también de los nietos y bisnietos que en cualquier momento, cada día, pasan a saludarla sin más obligación que el cariño de la sangre.

Juan Tama Márquez, hijo único, es lo que más quiere en la vida. "Me siento espiritualmente joven, como de 20 años, pero no quisiera que el cuerpo, la envoltura del alma, llegara a los 100 años. Lo que le pido a Dios es que me permita morir primero antes que Juan: que él cierre mis ojos y me ponga en el camino de la eternidad", habla con serena firmeza en la voz.

El 3 de noviembre, en el cabildo por los 190 años de independencia de Cuenca, la Municipalidad le entregó la presea Fray Vicente Solano, que asigna a un personaje destacado en el campo de las letras. "Cómo estoy agradecida con las autoridades de mi ciudad por el reconocimiento: no he hecho sino cantar a esta tierra hermosa, como no hay otra en el mundo. La vida sin la poesía sería vacía y aquí tenemos tanta belleza que inspira ", comenta con lucidez y entusiasmo que confirman su energía sobre los años acumulados casi en la edad de un siglo.

Ella nació el 7de junio de 1914, hija de Ricardo Márquez Tapia - historiador y primer Cronista Vitalicio de Cuenca- y de Rosario Moreno. Nieta del poeta Miguel Moreno, Inés vivió un ambiente vinculado a personajes notables de las letras y el arte, lo que definió su vocación por la poesía con lecturas desde la infancia y el trato con intelectuales de la primera mitad del siglo XX.

A algunos amigos de su padre los recuerda con admiración: Honorato Vázquez, Roberto Crespo, Daniel Córdova Toral, Cornelio Vintimila Muñoz, Nicanor Merchán, entre otros, con quienes don Ricardo departía largas conversaciones sobre autores y lecturas, "a veces al calor del draque sabroso del que no gustaban excederse".

Recuerda también a la ciudad pequeñita, apacible, de la infancia, en especial la calle Gran Colombia frente a su casa, con una acequia que corría a un costado por el declive de la gradiente: "En la esquina de más arriba €“   intersección con la Estévez de Toral- estaba el Chorro del Perro, con la cabeza de un animal con el hocico abierto del que chorreaba el agua que abastecía al barrio".

Inés estudió en la escuela de las monjas   de los Sagrados Corazones. "Ya entonces gustaba escribir poemas, pero no podía con las matemáticas, por lo que canjeaba las pruebas literarias con las compañeras que me ayudaban en esa asignatura", sonríe como si delatara un pecadillo. En vacaciones iba a la hacienda familiar de Tarqui, con una vieja casona en medio de paisajes pintorescos que le inspirarían poemas que aún los recita de memoria. Cuando tenía 19 años falleció su madre y se convirtió en la madre de sus cuatro hermanos y la más próxima compañera de Ricardo, su padre, a quien hacía de asistente y secretaria mecanógrafa para "pasar a limpio" la profusión de textos de historia y artículos que él escribió en toda la vida.

La poetisa con su hijo Juan, en el brindis por el 96 cumpleaños

La vida doméstica, puertas adentro, marcó su juventud, alternando las lecturas poéticas con los rosarios y los rezos, sin descartar un tiempo para disiparse tratando de lejos con los enamorados. Los llegó a registrar 44, sin que pasara con ninguno más allá de conversar desde una ventana hacia la calle. "Así era en esos tiempos y alguna vez rompí un vidrio para que pudiéramos escucharnos hablando en voz baja", recuerda y sonríe.

En 1949 recibió la carta de un caballero de Riobamba domiciliado en Guayaquil, Juan Manuel Tama Costales, quien elogiaba unos poemas que Inés había publicado en diario El Universo. Así nació un romance que acabaría en matrimonio.

Fue un matrimonio fugaz, celebrado en Riobamba, pues una cosa era el amor ideal por correspondencia y otra la realidad cruda del trato personal de la vida. Inés regresó a la casa paterna meses después, embarazada, para esperar al hijo único, Juan, que nacería en 1950. "Yo le di a luz en el hospital civil San Vicente de Paúl", confiesa con la seguridad de la memoria que no opaca los recuerdos importantes de la vida.

La anciana y sus descendientes: abajo, Paulina Serrano Tama, bisnieta; detrás, las nietas Verónica Serrano Tama y Constanza Jáuregui Tama. A la izquierda de ella, Jeremías Tama Espinoza, el último nieto.

La mujer solitaria, separada del marido, con un hijo único, se debatió con valentía en la vida y ahora es la anciana feliz, con cinco nietos y seis bisnietos que llenan su residencia de la calle Gran Colombia, donde hizo raíces y vio crecer los frutos. Allí sigue releyendo los poemas de Neruda, Gabriela Mistral, Porfirio Barba Jacob y de los autores ecuatorianos que le impregnaron de poesía la juventud: Remigio Romero, César y María Ramona Andrade y Cordero y por supuesto del abuelo, Miguel Moreno, entre otros.

En   1963 publicó el libro de poemas   Denuncia del Sueño y en 1994 Camino de Mediodía. Gran parte de su producción consta dispersa en diarios y revistas del país: Juan proyecta recopilar todo   lo que ha escrito su madre en una antología.

Mi calle Gran Colombia
(Fragmento)

Gran Colombia: mi calle
De longitud inmensa,
palmo de oscuras tierras
en la mitad del alma.

En ti creció mi vida
Mi juventud y sueños
A la ritual ternura
De los anchos aleros

Que cubrían tus casas
De balcones tallados
Y ventanas que el viento
Con sus manos cerraba

Bajo la luz sonámbula
De los focos que apenas
Alumbraba las noches
Cabeceando dormidos

Una experiencia que guarda intacta es el viaje a Washington en 1994, cuando el hijo diputado le llevó a un desayuno con el Presidente Clinton en homenaje de la madre Teresa de Calcuta, con quien departió como si ya hubiesen sido amigas. "El tema central era sobre el aborto y la madre Teresa decía si hay madres que no pueden criar a sus hijos, les pido que me los entreguen para hacerme cargo de ellos", recuerda.


Desafiando a la edad y al olvido, la intensidad de la conversación de Inés Márquez no decae y trae a la memoria viejos episodios de la vida más frescos que los recientes. Los muebles envejecidos de la alcoba le acompañan con sus recuerdos y no los cambiaría por flamantes y modernos. Varios de ellos lucen tapices decorativos tejidos a crochet con sus manos, otra habilidad que todavía la practica en el tiempo que tiene entero, sin urgencias ni presiones, para evocar la trayectoria de la vida entera que va camino, irremediablemente, como el agua de los ríos queridos, al pasado.
"A veces me vienen a la mente poemas que los escribí hace mucho y me pongo en dudas si los estaba recitando o los había soñado", dice la mujer de casi un siglo en cuyo rostro siempre asoma una sonrisa, evidencia de paz consigo misma, con la vida y su destino.

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