El eufemísticamente llamado Centro de Rehabilitación Social de Turi, es una cárcel. Y las Personas Privadas de Libertad que la habitan son simplemente reos de toda calaña y especialidad delictiva, aunque acaso entre ellos pudieran haber algunas víctimas inocentes.
El enorme complejo en 6.3 hectáreas de construcción y 7.4 de amortiguamiento, fue construido entre 2012 y 2014 en el gobierno del Presidente Correa que lo contrató el 17 de diciembre de 2012 por 27 004 353,65 dólares y 420 días de plazo, pero acabó costando 38 547 499,06 dólares y se lo concluyó con 300 días días de prórroga. La enorme construcción, tras la parroquia tutelar de Turi, contrasta su lúgubre presencia con el paisaje rural secularmente apacible. Desde que empezó a funcionar es epicentro de revueltas, sobrepoblación carcelaria, amotinamientos y crímenes de lesa humanidad, sin que las autoridades penitenciarias resuelvan los problemas administrativos, disciplinarios y aún de tráfico de drogas, armas, teléfonos celulares y artefactos prohibidos para los detenidos.
El 20 de febrero de 2020 –un jueves de compadres, vísperas del Carnaval-, seis presos aparecieron muertos, colgados de literas en tres celdas y aún no se ha esclarecido si fueron asesinados o se suicidaron, suposición esta última, realmente inaceptable. Tan horroroso acontecimiento fue anuncio de que algo peor sucedería…
Y el martes 23 de febrero de 2021 acaba de producirse una masacre entre bandas delictivas de internos penitenciarios, con 34 de ellos muertos a cuchillazos, golpes contundentes y acaso armas de fuego. En forma simultánea ocurrieron episodios similares en prisiones de Latacunga y Guayaquil, para un total aún provisional de 79 asesinatos. Es inimaginable el espantoso horror de la lucha encarnizada de fieras humanas disputándose el dominio de sus jerarquías delictivas, ante la impotente mirada de directivos y guardias de seguridad.
El sistema penitenciario del Ecuador está en crisis, como lo ha estado siempre. De nada sirve llamar a los criminales PPL (personas privadas de la libertad) o mentir que las cárceles son centros de rehabilitación social. Lo urgente, emergente, es que ante estos últimos macabros episodios el Estado con todas sus funciones ponga los ojos, los recursos, las leyes, para transformar las cárceles en centros de rehabilitación social, quizá empezando por desbaratar las mafias que al parecer se constituyen con la anuencia sospechosa de funcionarios a sueldo en la administración penitenciaria.
En las cárceles, de alguna manera, se sedimentan los vicios, la corrupción, las desesperanzas y las reacciones más primitivas de la condición humana, sin dios ni ley, contra las inequidades de la sociedad, de las leyes, de la justicia. Descomunales construcciones carcelarias, como la de Turi, no resolverán los problemas penitenciarios, si quienes las administran no cumplen a cabalidad las responsabilidades que, por su especialidad, tienen en sus manos. Bien vale un recuerdo de enero de 1947, cuando al colocarse la primera piedra de la “cárcel modelo” de Cullca, que antecedió a la de Turi, el concejal Antonio Abraham Barzallo pronunció estas palabras: “He de decirlo con pena que más bien en las prisiones es donde nuestros hermanos más se corrompen y degeneran, porque no hay allí una escuela cívica, una plática de moral, un ejercicio de espiritualidad, una voz de consuelo, una medicación para sus dolores, un lecho para su descanso: los presos constituyen el escándalo social, olvidados de la filantropía, retardados en su juzgamiento, despreciados por sus guardianes, van agotándose de hambre, de tristeza, de falta de libertad, de ausencia del hogar y del terruño… Esto no es humanitario, no es civilizado, no es liberal, no es cristiano”.