Julio Carpio Vintimilla

Las creencias pueden ser tan poderosas que, prácticamente, les ciegan a algunas personas Es, en cierto modo, lo que le pasaba a Don Quijote: veía gigantes donde había molinos de viento

Este ancho mundo

Quijote

Nuestras ideas dirigen nuestros actos. ¿De acuerdo? Sí, en lo esencial. (En lo esencial, porque €“ por otra parte €“ también nuestros sentimientos los dirigen.) Esto €“ que es cierto para los individuos €“ lo es igualmente para los grupos. Si hay mucha gente que cree €“ o se le hace creer €“ que los judíos son perversos, quizás se los termine persiguiendo. Si un grupo grande, o bien organizado, cree que la revolución es necesaria para hacer la justicia social, ¿no será simplemente explicable que termine haciendo aquella? El Che Guevara dijo que el primer deber de un revolucionario es hacer la revolución. ¿Qué les estaba pidiendo a los revolucionarios? Pues, nada más, o nada menos, que la plena coherencia entre el creer y el actuar de ellos. (Cosa que, de paso, -- para bien o para mal, usted lo decide €“ él mismo predicó con su palabra y con su ejemplo.)

Y las creencias pueden ser tan poderosas que, prácticamente, les ciegan a algunas personas; les impiden ver la realidad en forma correcta. (Aunque veinte libros y docientos artículos de autores confiables, conocedores y sensatos, digan lo contrario, para el buen creyente izquierdista, Cuba seguirá siendo una sociedad ejemplar.) Este fenómeno es muy bien conocido; aunque rara vez sea bien reconocido. Es, en cierto modo, lo que le pasaba a Don Quijote: veía gigantes donde había molinos de viento. (Y, por supuesto, no se le escapará a usted que, en los casos extremos de esta clase, ya estamos saliendo del campo de la política y estamos entrando en el campo de la Siquiatría.) Bueno, entonces, -- por lo anterior €“ con más o con menos, convengamos en la importancia de las ideas y las creencias.
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Ahora, nos referiremos a un hecho: el conflicto social. Nadie ignora que, en las sociedades, hay conflictos de toda clase. Ahí están las reivindicaciones de los campesinos, de los obreros, de los estudiantes; los reclamos de las mujeres y de los homosexuales; las rivalidades étnicas, regionales y nacionales; el malestar o el descontento de las diversas minorías, etc. Está claro. No hay duda. Visto y observado. Y, a continuación, viene lo que más nos interesa: cómo percibimos el conflicto, cómo lo interpretamos. Habrá diferencias muy grandes; y trascendentes. Adelante.

Los liberales, de diversos matices, ven el conflicto desde un punto de vista que podemos llamar objetivismo social. (Objetivismo. Tendencia a la objetividad.) Ellos miran, más bien dura y severamente, al ser humano. Este es €“ en forma muy genérica €“ diverso, defectuoso, egoísta, ambicioso, envidioso, abusador, ventajero Hombres: ni ángeles, ni demonios. Y €“ siendo así €“ es natural que produzcan, entre ellos, toda clase de problemas, malestares y complicaciones. Consecuencia: Sí los seres humanos actuaran siguiendo sus inclinaciones naturales, tendríamos, como resultado, la lucha de todos contra todos. De haber una ley, ésta sería la de la selva. Y el triunfo, obviamente, sería del más fuerte o del más astuto. Ahora bien, los liberales -- por ser pluralistas, tolerantes y más bien pacíficos €“ proponen un convenio que nos traiga a todos la adecuada convivencia y la paz social. Este convenio es lo que llamamos ley o derecho. (En el fondo, -- para usar la denominación clásica €“ es el Contrato Social de algunos pensadores europeos.) Y €“ dentro de este marco -- el conflicto social se irá arreglando continuamente mediante la negociación política y la administración de justicia. En fin, para los liberales, la paz social es €“ o debiera ser €“ el estado normal de la vida en común. La revolución o la guerra serían catástrofes sociales; algo que hay que evitar a toda costa. Los liberales, pues, en últimas cuentas, tienden a atenuar, a moderar el inevitable conflicto social. Y otros grupos €“ como los socialistas democráticos y los católicos, en la medida en que han aceptado el liberalismo €“ se acercan a este campo de pensamiento y de opinión.

Los socialistas radicales, en cambio, ven el conflicto social desde los puntos extremos del bien y del mal. Es decir, son maniqueístas sociales. El socialismo es lo bueno y el capitalismo es lo malo. El proletariado (viejo nombre de los primeros obreros industriales) es el conjunto de los buenos; y la burguesía (clases medias) es el conjunto de los malos. Nuestro imperio (el ruso, por ejemplo) es el bueno; y el otro (el norteamericano, por ejemplo; el Imperialismo) es el malo. El conflicto social €“ que ellos llaman lucha de clases €“ es una condición originaria del género humano; que la sociedad tiene que superar inevitablemente. (Inevitablemente; porque la lucha de clases empuja a la historia; es el motor de la historia.) ¿Cómo la superará? Pues, mediante la revolución. (Proceso que traerá el gobierno de los buenos; y pondrá a la sociedad en el camino de la perfección, el camino que lleva a la sociedad sin clases.) ¿Hay una metáfora para graficar todo esto? Sí. He ahí: la película de vaqueros. (En ella, buenos y malos "arreglan" sus disputas a tiros.) Pero, es demasiado esquemática. Sólo sirve como un inicio, como una partida. Habrá, entonces, que avanzar por otro camino analógico: examinar el carácter semirreligioso del comunismo. Por un lado, están los fieles (proletarios, partidarios, progresistas); y, por otro, los infieles (capitalistas, burgueses, reaccionarios). (Ángeles y demonios son, respectivamente, los mismos.) Hay un salvador colectivo: el proletariado. Hay un pecado original: la explotación del hombre por el hombre. Hay un apostolado: hacer la revolución. Hay un proceso purificador: la creación del hombre nuevo. Hay un cielo: la sociedad sin clases

Consecuencias de lo anterior: Para estas pugnaces personas, la guerra es la continuación de la política. Las clases dirigentes son las clases dominantes. Los competidores y opositores políticos son los enemigos de clase. Hay que agudizar las contradicciones (conflictos). La lucha de clases debe continuar con la revolución; y terminar con el triunfo de los buenos. Los buenos deben dominar categóricamente o, aun, aniquilar a los malos. Y eso es todo No hay acuerdos, ni convenios que valgan. Corolario: los socialistas son buenistas; no, buenos. (Esto último, en el sentido de que tienen una noción muy parcial y sesgada del bien.) Y, en este punto, hay una derivación que no suele notarse: para hacer el bien socialista, se necesita mucho poder; todo el poder Y, por eso, precisamente, los socialistas radicales son dictatoriales y, hasta, totalitarios. (Es que el mal del mundo es infinito; y siempre vuelve por lo suyo ) A propósito, Francesco Alberoni ha hecho notar que toda terca oposición al mal esconde una infinita voluntad de poder Cambie usted malos y buenos, ángeles y demonios; y encontrará que los fascistas son también maniqueístas. Y los populistas latinoamericanos, igualmente. (Frase atribuida al ecuatoriano Carlos Guevara Moreno: Docientos entierros de primera compondrían a este país ¿Alguien ha expresado mejor el maniqueísmo criollo?)
Saquemos algunas conclusiones de lo expuesto. ¿Son democráticos los liberales? Sí, señor. En cambio, los socialistas ¿Debemos admirarnos de que los socialistas partan en dos a sus países? (Ejemplo máximo: la Cuba de La Habana y la Cuba de Miami. Ejemplo patético: el Chile de Allende. Trágicos ejemplos de hoy: la Venezuela de Chávez, el Ecuador de Correa, la Bolivia de Morales.) ¿Admitiremos que la democracia es mejor que la dictadura? ¿Admitiremos que el pragmatismo político es mejor que la utopía? ¿Admitiremos que la tolerancia es mejor que la intolerancia? ¿Comprenderemos que la igualdad €“ aunque pudiera alcanzarse €“ sería, sin la libertad, una aberración social? ¿Aceptaremos que no hay país en el mundo que haya llegado al desarrollo con una ideología de confrontación? ¿Reconoceremos que el hombre es el único animal que se mata por unas abstracciones y unas creencias?

Y, por fin, ¿habremos pensado suficientemente en los básicos temas anteriores? No, por desgracia. Y, por eso, lectoras y lectores, electoras y electores, estamos mostrándonos, unos a otros, las uñas y los dientes. Y, para peor, no vamos a ninguna parte

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