Semblantes pintados con colores brillantes, vivísimos, adornados con plumas teñidas de matices no menos intensos, con piedras preciosas a veces, con polvos brillantes que resaltan la sonrisa. |
Por supuesto que en Venecia las tiendas de souvenirs abundan en postales, llaveros, camisetas, góndolas decorativas, el tipo de objeto que apela al deseo de recordar la magia de este lugar que, desde mi visión más personal, es como "otro planeta", y por eso mismo, como pasa con otras bellas ciudades del ancho mundo, no se la puede agotar en un solo escrito; sería irrespetar la amplitud de su encanto, minimizar a una sola afirmación los embrujos múltiples que posee.
Una gran parte de ella son las máscaras venecianas, propias de la época invernal cuando la ciudad celebra su famoso Carnaval.
Pero no, el lector no debe pensar que yo estuve allí en esa festividad; mi presencia en la ciudad de los canales fue en pleno verano, cuando hace tanto calor que se agradece cualquier brisa corriendo por entre las estrechas calles. Y es que a pesar de eso, me bastó fijarme en la infinidad de diseños con que se muestran al público estas preciosas máscaras, a fin de imaginarme lo que serán esas mismas calles en un febrero, quizá un marzo frío y húmedo, atestadas de gente cuyos rostros ya no son los suyos sino los de las máscaras que han escogido en pro de una nueva personalidad, una que, queriendo ser humana, no logra serlo.
Hay magia en esos semblantes pintados con colores brillantes, vivísimos, adornados con plumas teñidas de matices no menos intensos, con piedras preciosas a veces, con polvos brillantes que resaltan la sonrisa, las mejillas, los arcos de las cejas, las expresiones en sí, unas felices, otras tristes, algunas interrogantes, otras casi acusantes, muchas bellas a su manera, unas cuantas un tanto intimidantes. Las hay aquellas de animales: gatos y zorros principalmente. Las que hacen evidente el rol del personaje: un bufón, una princesa, un ángel de la oscuridad cuyas facciones, lejos de ser antiestéticas, son de una sofisticación fascinante.
La máscara más sencilla tiene algún elemento decorativo que denota que en su creación ha entrado un talento muy fino en los trazos: hojas, notas musicales, arabescos, figuras geométricas que, por su disposición, definen la expresión de la máscara.
Las que están hechas para acompañar trajes de gala son quizá las más elaboradas, y en su decorado pueden usarse hasta metales preciosos.
Las tiendas exhiben las máscaras con los respectivos trajes; la compra de unas no obliga a la de los otros, y al observarlos, uno ve que es quizá porque la máscara, por sí sola, es una obra de arte que hasta colgada en una pared tiene personalidad, capacidad mágica de transmitirnos algo acerca del personaje al que representa y que está callado en facciones fijas y, sin embargo, habla y canta y grita y llora y maúlla historias de mundos como los que soñamos en castillos y bosques encantados cuando recorremos los cuentos infantiles.
Cualquier personaje que hayamos imaginado en esa travesía, revive y nos dice que de alguna forma existe en esas máscaras carnavaleras venecianas que son tan difíciles de obtener, diría no tanto por el precio, porque si bien la más barata costaba veinte euros, creo que si uno quiere un souvenir de esta naturaleza, estará dispuesto a comer sánduches por un par de días en vez de platos de restaurante con tal de llevarse a casa arte pintado en una máscara.
Así que, como decía, son difíciles de adquirir porque si uno se decide, pasará horas pensando en cuál llevarse, deteniéndose en una tienda u otra, viendo la infinidad de diseños, el sinfín de encantos que cada una tiene y que la hace irrepetible; uno quisiera poder llevarse unas cuantas.
Según el bolsillo y el gusto de cada quien, las hay como las tradicionales de papel prensado, de cuero y hasta de cerámica, aunque su función sea puramente decorativa.
Sólo al irme de Venecia con la máscara que me obsequió mi esposo, y que debió escoger él para sacarnos por fin de allí, comprendí el verso aquel de Pere Gimferrer, en el que refiere a su otro yo, ese otro que es "aquel que allá en Venecia de belleza murió".