El polvo del suelo sobre el que se asienta Tanuf se levanta en ráfagas y cubre nuestros zapatos, se pega con decisión en nuestra ropa y se aloja en los orificios nasales, aumentando la sensación de resequedad del ambiente |
Dejamos Nizwa, un turístico pueblo omaní, y nos disponemos a recorrer los alrededores. El paisaje es árido, rocoso, el aire seco y cargado de arena. La tarde está soleada y la desolación de la carretera nos extraña: ni un solo camión cargado de camellos, menos otro jeep de turistas.
La guía le dedica sólo unas pocas páginas a Omán: se habla del mercado de artesanía omaní en Nizwa, de las montañas de Salalah, de Muscat, de sus mezquitas y fortalezas, de la altura intimidante de Jebel Shams y de restaurantes y hoteles. En corto, la guía no ayuda mucho, pues no menciona en lo absoluto el lugar al que arribamos luego de conducir unos 20 kilómetros sin rumbo fijo.
El único letrero que avanzamos a divisar un poco antes de toparnos con esta sorpresa, era de un azul pálido, de bordes oxidados y de letras que amenazan con desaparecer: decía "Tanuf" y su insignificancia nos hizo pensar que se trataría de otro pueblito de veinte casas situado en medio de las rocas, sobresaliendo con sus palmeras datileras y dejándonos ver al paso a unos pocos habitantes envueltos en trajes islamitas de colores fuertes como el rojo, cardenillo, azul eléctrico, con gusto a tradición local.
De repente, estamos ya en Tanuf y otro letrero, incluso más pequeño y derruido que el anterior, señala hacia un pueblo en ruinas: unas cuantas manzanas de casas de barro que no acaban de caerse porque sus paredes se sostienen gracias a los buenos puntales de la arquitectura árabe tradicional. Al bajarnos del jeep, ya con el motor apagado, reparamos en un silencio sepulcral. El polvo del suelo sobre el que se asienta Tanuf se levanta en ráfagas y cubre nuestros zapatos, se pega con decisión en nuestra ropa y se aloja en los orificios nasales, aumentando la sensación de resequedad del ambiente.
Cualquiera pensaría que es hora de tomarse una foto así, con el pueblo al fondo y salir, pero el pueblo en ruinas llama a un recorrido, porque sus paredes aún conservan los arcos típicos de las casas árabes, así como las líneas redondeadas de las ventanas y los calados de lo que debieron ser los resquicios a través de los cuales, cosa paradójica, se podía ver a las mujeres aunque la intención era protegerlas de miradas inapropiadas.
También está en pie una torre, quizá la del muecín. El descuido en el sitio es evidente: por todo lado hay paredes fáciles de derribar, pedazos de cántaros y vasijas incrustados en el suelo e incluso restos de empaques y botellas de cerveza.
Una sorpresa más: un túnel al que se baja por unas cuantas escaleras que se caen a pedazos, deja ver su salida al fondo, a unos pocos metros más allá aunque media una oscuridad nada invitante. Mi esposo se aventura y entra mientras yo me dirijo a esperarle al otro lado. Le veo salir con los zapatos mojados y cubierto de telarañas, lo que ha quedado del canal construido antaño a fin de encauzar el agua del subsuelo y proveer a la comunidad.
El área sobre la que se extiende lo que queda de Tanuf denota que debe haber sido un pueblo de importancia, y en ese abandono y vejez de sus restos, está contado el pasado.
Buscamos aunque sea una breve nota en la guía, pero no hallamos nada. Preguntamos a la gente en Nizwa: nos dice que son los restos de un pueblo bombardeado en los años 50 por los británicos cuando se empezaba a definir lo que sería el hoy llamado Sultanato de Omán, así que comprobamos su valor histórico, y a pesar de eso es posible que se lleve a cabo una demolición. Eso ocurre muy a menudo en esta zona del Golfo Pérsico: la tradición histórica se pierde bajo el peso de modernas construcciones.