El inmueble de arquitectura afrancesada de comienzos del siglo XX, que guarda leyendas y testimonios de arte, está sometido a restauración


Casa de la Bienal

Hace un siglo, José Antonio Alvarado había establecido el negocio importador de láminas decorativas de latón para cielos rasos, zócalos y marcos de puertas y ventanas, para las casas más distinguidas de Cuenca.

Hombre de iniciativas refinadas, sin más educación que la primaria, sería precursor de actividades comerciales, culturales y artísticas, que marcaron improntas de desarrollo y bienestar para los cuencanos del siglo XX. Nació el 11 de mayo de 1884 y vivió 104 años para ver, hacer y contar largos trechos de historia de su ciudad.

Ášltimo de seis hermanos, huérfano temprano, se atrevió por montar una fábrica de licores en Guayaquil, que la perdió en un incendio que le trajo de vuelta a Cuenca a inicios del siglo XX y a adquirir en 1907 una casa en las calles Estévez de Toral y Bolívar, actual sede de la Bienal Internacional de Pintura.

Hacia 1908 o 1909 consolidó su negocio de latones con relieves artísticos para ornamentar las mansiones de los cuencanos pudientes. Abrió también una librería en la calle Bolívar y Benigno Malo, que levantó recelos de la jerarquía eclesiástica, pues ofrecía obras científicas y sobre la evolución de las especies, en entredicho con los dogmas seculares acerca del origen de la vida y de la humanidad. Las escabrosas novelas de Vargas Vila desaparecían por encanto de los anaqueles.

Los sermones adversos, en vez de asustar a los lectores, hicieron lo contrario: una mañana José Antonio se sorprendió con una aglomeración frente a la librería que se disponía a abrirla, pero se tranquilizó percatado de que no era un asalto de fanáticos, sino el hervidero de gente tras los libros castigados con las más graves censuras.

José Antonio Alvarado
José Antonio Alvarado



El episodio sería una de las anécdotas pintorescas que el personaje repetiría a los hijos y nietos, en las décadas sucesivas: satisfecho por la exitosa venta, escribió una carta de gratitud al obispo, encareciéndole que fijara la comisión por promocionar sus ventas desde los púlpitos. Aún ríen los nietos y bisnietos por el pícaro humor del abuelo y bisabuelo.

Hacia 1919, en pleno auge del negocio de los latones policromados, viajó a los Estados Unidos invitado por la casa fabricante del producto, para intensificar la relación comercial. Allí empezó su trayectoria de hombre del mundo, que le llevaría en los dos años siguientes por Europa, donde hizo contacto con fabricantes de relojes, instrumentos musicales, cámaras fotográficas, juguetes, muebles y productos ornamentales que dio por importarlos al Ecuador, abriéndose un próspero mercado.

El negociante ingenioso se hizo experto en promocionar sus productos. Alicia Alvarado, la penúltima de seis hermanos, recuerda una historia que escuchó a su padre: él había propuesto a los religiosos de Santo Domingo los latones para el cielo raso del convento, pero el superior de la orden, al observar el triste gris de las placas, las despreció aduciendo que serían apropiadas para decorar el cementerio.

Días después, José Antonio invitó al superior dominicano para mostrarle unas lámparas preciosas traídas del exterior, exhibidas en un salón de su residencia: el religioso se asombró, más que por las lámparas, por el colorido y arte del cielo raso del local. "Son los latones que usted los despreció", le habría dicho al visitante que no dudó en adquirirlo para imponer alegría y elegancia a los recintos conventuales.

Los instrumentos para las bandas de guerra del Benigno Malo y de otros colegios fueron importados por él, así como los relojes que aún repican las horas del día y de la noche en las torres de Baños y de Ricaurte. El más antiguo piano de la Universidad de Cuenca, lo trajo él de Europa.

El transporte de las mercaderías importadas, desde el Puerto de Guayaquil a Cuenca, era una odisea por los caminos de Naranjal y Molleturo, atravesando caminos difíciles por páramos y montañas en caravanas de indígenas, bueyes o acémilas, según las condiciones de la topografía.

En 1921, maduro de años y de caminar por el mundo, contrajo nupcias con Florencia Ochoa, dama que se acoplaría a las labores del negociante para ser partícipe de sus ajetreos cotidianos.

Cuando llegaron los hijos, la casa de la calle Estévez de Toral quedó estrecha, por lo que adquirió un terreno colindante que permitía integrar en una mansión en forma de L la propiedad con otro frente hacia la calle Bolívar. Hombre que admiró la arquitectura europea en sus viajes, levantó a su gusto la casa de tres plantas con frontis de mármol, columnas, balcones, capiteles, puertas y ventanas simétricamente diseñadas para dar una identidad arquitectónica singular al edificio.

Á‰l dirigió a los albañiles y peones para construir la casa familiar, lo suficientemente amplia para disponer de áreas de arrendamiento. Se conoce que en la década de 1930 por dos ocasiones el edificio recibió premios municipales de ornato.

En el decorado lucían los tapices importados en las paredes, así como pintura mural seguramente diseñada por él y ejecutada por los obreros a quienes los asesoraba y dirigía. Allí colocó los más vistosos latones policromados con purpurinas, para decorar los tumbados, los zócalos, los marcos de las puertas y ventanas.

José Antonio impregnó su refinado gusto en el ambiente doméstico. Fotografías captadas por él, con la esposa, los hijos y familiares posando o sorprendidos en la vida del hogar, muestran sus aptitudes para el uso y dominio de la cámara fotográfica: en las fotos están no solo los personajes, sino los decorados, captados desde ángulos cuidadosamente escogidos para resaltarlos.

Las fotos se habían convertido en un hobby predilecto del personaje que volcó en ellas su interés por el arte. Hubo gente que le dio fama de tener pactos con el demonio, por retratar a la distancia y hasta contra la voluntad de las personas, con un artefacto mágico, el teleobjetivo, que sólo él lo tenía por entonces.

En la casa de tres plantas vivieron numerosos inquilinos, contándose en alguna época hasta 30 miembros de diferentes familias. Allí vivió José Ignacio Canelos, compositor musical de pasillos y piezas nacionales inolvidables, que también enseñaba piano y danza a los hijos y nietos de José Antonio, quien se deleitaba con la música clásica y poco apetecía de la música nacional.

En los primeros años de la década de los 50, la esposa sufrió quebrantos de salud que fueron complicándose irremediablemente, provocando un impacto psicológico que afectó la felicidad y la rutina del comerciante entusiasta. Un cáncer empezó por consumir a doña Florencia Ochoa.

Entonces se desplomó el entusiasmo del hombre de negocios, decidido a hacer lo imposible para al menos aliviar los dolores de la amada enferma. Se vio precisado a enajenar la casa familiar construida con especial afecto y fue su hijo político, Medardo Neira Garzón, quien la adquirió para conservarla y hacer en ella un centro de irradiación cultural, aficionado como era a las artes y a los libros.

Doña Florencia murió en 1956, veinte y ocho años antes que el longevo cónyuge que aunque disminuido de fuerzas y de ánimos, siguió bregando por los negocios hasta cumplir cien años en 1984, cuando empezó a prepararse para morir a la edad de 104 años en septiembre de 1988.

En 1994 la Municipalidad compró la casa a los herederos de Medardo Neira €“quien murió en 1976, 12 años antes que el suegro-, para hacerla sede de la Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, destino final de la mansión fantástica entre cuyos inquilinos no han dejado de aparecer, de vez en cuando, fantasmas que han puesto de punta los pelos de los más incrédulos testigos.

Los habitantes visibles e invisibles

A Yolanda Neira Alvarado €“nieta de José Antonio- se le grabó para siempre el rostro de la novia joven, hermosa, con una corona de rosas en la frente y un ramo de flores en la mano derecha, descendiendo risueña de la casa, con el traje haciendo olas por las escaleras.

Ella tenía algo así como seis años y cuando preguntó quién era la novia que vio a su paso, la respuesta fue el rostro de asombro de la madre, sin acertar explicación alguna. La visión de la niña le llevó a la señora a otra historia de hace muchos años, cuando un inquilino de apellido Orellana llegó tarde de la noche, muy pasado de copas, y sin dar con la llave del callejón en el bolsillo, pidió a la esposa que le lanzara la suya.

Entró al fin en la residencia y en las gradas se cruzó, asiéndose del pasamanos, una novia cuya presencia insólita le electrizó al punto que se le esfumó la borrachera. Cuando entró, la esposa quedó estupefacta ante la palidez del hombre asustado que parecía no haber ingerido una copa, pero balbuceaba sobre la aparición. Yolanda Neira jamás supo de esta historia y no pudo menos que impresionarse para siempre al conocerla, asociándola con su propia experiencia, que al contarla, siempre acaba preguntando: ¿cree usted en los aparecidos?

Las fotografías captadas por el personaje en su domicilio muestran escenas de la vida familiar con el fondo de la pintura mural en los ambientes.



Las versiones de fantasmas visibles e invisibles no son pocas. Un guardián del edificio, ya en poder de la Bienal, escuchó una noche el rumor de una cafetera que hervía en el piso superior a su dormitorio, donde vio la luz prendida. Seguro de que alguien incauto dejó conectado el artefacto, fue a desenchufarlo, pero cuando regresó a su cuarto vio encendida la luz que acababa de apagarla y escuchó otra vez borbotear el agua hirviente. Entonces ya no tuvo ánimo para volver a desconectar la cafetera y se quedó quieto, a esperar insomne a que amaneciera.

Hay quienes dicen haber escuchado en altas noches el crujir de las gradas de madera al paso de personajes invisibles que transitan, la respiración jadeante, de subida o de bajada, perdidos en la misteriosa oscuridad del inmueble del centenario dueño ya finado, como finadas son tantas gentes que allí vivieron y al parecer regresan de vez en cuando a recoger los recuerdos y los pasos.

Las leyendas son parte de la historia del edificio, ahora sometido a restauración, para "rescatar el patrimonio histórico y cultural de la ciudad". La obra está a cargo de Max Cabrera y Gustavo Lloret, especialistas en recuperar la vida y la memoria de antiguas edificaciones patrimoniales de barro y bahareque, ornamentadas con productos importados. María Tómmerbakk, restauradora, ha hecho una investigación histórica del inmueble, parte de las fuentes de la presente información.

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