Cuando nació, ejercía la Presidencia del Ecuador Antonio Flores Jijón, hijo del Presidente que inauguró la República en 1830. Fue un año mayor que José María Velasco Ibarra, cinco veces Presidente del Ecuador en el siglo pasado, quien falleció hace 29 años. También fue un año mayor a Alberto Arroyo del Río, el mandatario que gobernó de 1940 a 1944, muerto en 1969, hace 39 años.
Una aproximación al lapso terrenal de la excepcional longeva, podría darse relacionándola con otros personajes conocidos: Esther fue un año mayor al sacerdote Carlos Crespi, fallecido en 1982 a la edad de 89 años y 28 años mayor al Papa Juan Pablo II, que murió en 2005, anciano de 85 años.
Ella nació y vivió la mayor parte de su vida en Cojitambo, parroquia cercana a Azogues, respirando el aire puro y frío de la serranía, dedicada a las faenas agrícolas y a los quehaceres domésticos. La partida bautismal donde consta el registro de su natalicio, da testimonio de que fue bautizada en Biblián.
Dos veces quedó viuda. Con el primer esposo, Antonio Palomeque, tuvo tres hijos, dos de los cuales murieron tiernos y el tercero se hizo misionero salesiano y murió anciano en 1984. En el segundo matrimonio, con Paciente Argudo Pesantez, tuvo seis hijos, dos de los cuales viven: Jaime René, de más de 80 años, y María, de 78.
Cuando se quedó sola, abandonó definitivamente su terruño de Cojitambo para vivir con la hija, María, casada con Vicente Freire, un conocido artesano de la sastrería en Cuenca, que pasa de los 80 y sigue trabajando con la esperanza de vivir largo con el ejemplo de la suegra. Á‰l es padre de 12 hijos, abuelo de 36 nietos y bisabuelo de 12, más uno que viene en camino.
"Vivió tanto gracias a la excelente salud de la que gozó siempre, con la tranquilidad y el aire limpio del campo", comenta la hija que además está segura de haberle ayudado a prolongar la existencia con el buen cuidado y el afecto que le dio hasta el último instante de su vida.
Hasta pasados los 105 años de edad, doña Esther gustaba hacer los quehaceres domésticos en la casa familiar de la hija. Luego, poco a poco, la vejez le fue debilitando las fuerzas, disminuyéndole la memoria y la agudeza de la vista y de los oídos, pero nunca quedó ciega ni sorda por completo.
Pasados los 110 años, se desenvolvía con facilidad en las actividades diarias y aún gustaba enterarse de la vida del mundo a través de los periódicos, movilizándose con cierta facilidad en casa apoyada en un bastón. Pero a partir de entonces fueron debilitándose las energías y los familiares le acomodaron en una silla de ruedas, aunque ella se esforzaba por desprenderse del artefacto para seguir moviéndose con su propia libertad mientras podía.
En los últimos años se convirtió en una niña. Doña Esther Doraliza de la Sagrada Familia se las dio por pelearse por las muñecas y juguetes con las nietas y bisnietas, mientras perdía el interés y la memoria por los miembros mayores de la familia. Lo que sí recordaba con claridad eran las oraciones que las repetía sin tropiezos como lo había hecho desde la infancia.
También quedaban vivos en el cerebro otros recuerdos imborrables de la infancia y la juventud, cuando asistía a la escuela de las monjas de La Providencia en la ciudad de Azogues o recordaba el primer matrimonio, con Antonio Palomeque, y la gran fiesta durante la cual ella se cambió 12 veces de vestimenta para exhibirse elegante y distinguida ante la multitud de familiares y amigos que le festejaban con aplausos y saludos.
A veces tenía lucidez para conversar a la multitud de familiares del entorno sobre el catecismo aprendido en las clases de la escuela, la afición por tejer con agujetas los bordados de las polleras de las campesinas, los sombreros de toquilla, o la vida apacible de la agricultura y el campo.
"Fue un bebé al que cuidé con amor hasta el último", dice doña María, la hija en cuyos brazos cerró sus ojos para siempre doña Esther Doraliza de la Sagrada Familia en la madrugada del martes 22 de abril. "Mamita", solía llamar a la hija la anciana vuelta a la ternura de la infancia.
La longeva gozó de condiciones saludables hasta pocos días antes de su muerte. El fin de semana anterior presentó quebranto, con alteraciones de la presión arterial, que fueron superadas aparentemente, bajo el cuidado del nieto médico que siempre estaba atento a controlarla. Cuando el lunes por la noche la hija fue a darle la tableta para la presión que ingería con agua de hiervas, la anciana temblaba y ella le escuchó balbucir pocas palabras: "me voy a morir, reza por mí "
Vicente Freire, el yerno que fue un hijo más de la anciana, le tomó el pulso y le sintió agitado. El tensiómetro que había aprendido a usarlo marcaba señales extremas altas y bajas, enloquecidas, fuera de control, mientras la garganta de la señora emitía ronquidos. En unas horas más se extinguieron todas las señales de vida: el corazón que había latido 116 años consecutivos, se detuvo para siempre.