Acosta fue puesto a un lado por un buró político al estilo de los golpes de las cúpulas militares
que entraban a Palacio a decirles a los Presidentes que le retiraban su respaldo

 

Rafael Correa y Alberto Acosta

 

De la noche a la mañana, la Constituyente cambió de rumbo. El 23 de junio el Ecuador amaneció con la noticia sorpresa: la renuncia irrevocable de Alberto Acosta a la Presidencia de la Asamblea.


Las diferencias entre él y el Presidente de la República, Rafael Correa, no eran nuevas. Pero nadie creyó que eran para tanto, sino normales disidencias democráticas entre los dos personajes más influyentes en el proyecto de la "revolución ciudadana".


Fue el desenlace de la presión del Gobierno sobre el trabajo de la Asamblea, cuyo ritmo prudentemente lento bajo la conducción de Acosta había despertado el pavor oficial de que no estuviera listo el texto constitucional hasta el 26 de julio, plazo previsto por el estatuto respectivo aprobado por decisión popular.
Estaba en juego la carta de mayor peso político en la propuesta gubernamental de cumplir con la palabra empeñada sobre la nueva Constitución en ocho meses, a costa de cualquier precio. Correa no estaba para poner en riesgo su firmeza sobre el tema, por las repercusiones que habría tenido la prórroga en el proceso que vendría luego, por la campaña del Sí en el referéndum.


El buró de Alianza País, el movimiento sostén político del gobierno, acabó por pedir a Acosta que "se hiciera a lado", una figura nueva para aplicar un antiguo procedimiento: exigir la renuncia. Más o menos, el mismo procedimiento que, contra el Ejecutivo, habían aplicado los militares tantas veces cuantas entraron a Carondelet para decirles a los presidentes de la República que "le habían quitado el respaldo". En ambos casos, el golpe es el mismo, con la diferencia que en el uno son militares y en el otro civiles, los actores.


Acosta demostró ser un político de principios definidos y no se aferró al cargo, como pudo hacerlo, en tratándose del representante del primer poder del estado en las actuales circunstancias, inclusive con potestades sobre el Presidente de la República. Más decoroso que "hacerse a lado" €“o hacerse el tonto-, en el elocuente argot popular, le pareció actuar con transparencia y dejar que la conducción de la Asamblea fuera a manos de alguien que conviniera al ejecutivo.


No obstante, una cosa quedó más clara de lo que ya se percibía: que la Asamblea, con mayoría de integrantes afines al gobierno, nunca fue la primera función del Estado. La primera función y la segunda función estaban en manos del Ejecutivo y, más claro aún, en manos del Presidente de la República. Los miembros del "buró" de alianza País no eran más que recaderos.

¿A la postre, quién gana con este episodio político? No es el pueblo, por cierto, ni el país, que debería ser lo que interesa. Una ventaja momentánea podría recibir el gobierno, pero poniendo en juego la calidad de la Constitución en proceso de elaboración: la fecha es lo que interesa al Presidente de la República, más que el contenido de la nueva Constitución.


Tras el desenlace, por más que los protagonistas del diferendo no se han cansado de afirmar que mantienen buena relación entre ellos, entre Correa y Acosta se ha abierto un abismo. Difícilmente podrán volverse a juntar las orillas de dos vertientes contrapuestas: Correa apunta por las conveniencias inmediatas y Acosta por lo que conviene al Ecuador en las próximas décadas: una Constitución que no vuelva a ser pasajera, como tantas. En definitiva, un país en el que no se repitan los males del pasado.


Además, uno y otro se han echado piedras de grueso calibre verbal que no ocultan grandes resentimientos. "Nadie es imprescindible", ha dicho Correa para referirse al compañero con el que contó siempre para elaborar su proyecto político, quien, a su vez, ha insistido más de una vez: "el poder por el poder, embrutece "
También está claro que la distancia de Acosta del "mantel" oficial trae sus consecuencias políticas. Es acaso el golpe más fuerte contra la imagen presidencial que ha sido tema recurrente explotado por los medios desde inicios del gobierno: el autoritarismo, la intolerancia, el irrespeto al pensamiento ajeno, la conducta antidemocrática, en definitiva. Acosta salvó su imagen, pues la ecuanimidad para aceptar el debate como   recurso necesario de la Asamblea, le deja saldos favorables, inclusive de parte de sectores adversos a las tesis de la "revolución ciudadana".


Acaso no esté lejano el día en el que Correa y Acosta midan sus fuerzas en eventos electorales dentro de su movimiento político y aún fuera de él, en procesos democráticos por captar la más alta magistratura del país. Si alguien perdió con la "pugna" fue Correa y si alguien ganó con ella, fue Acosta, previéndose que las proyecciones podrían acrecentarse a futuro.


¿Qué opina el pueblo sobre estos hechos? Curiosamente, aparte de las de los comentaristas políticos por los medios, no   hay reacciones de ninguna naturaleza. La masa es extraña e indiferente, como si de una vez se   hubiese cansado de seguir los pasos de los actuantes políticos, frustrada por los sinsabores de tantas experiencias de las últimas décadas. Lástima que ese pueblo, que exigió cambios a través de su voto en las urnas, empiece otra vez a presentir frustraciones y como que han dado por repetirse, con caras nuevas €“y muchas no tan nuevas, ya desgastadas- las mismas historias de siempre.


El nuevo Presidente de la Asamblea tiene el difícil reto de recuperar las esperanzas que la mayoría abrumadora de los ecuatorianos depositó en esa instancia constitucional, empezando por evitar que prosperen las semejanzas entre las desprestigiadas sesiones del Congreso y las de la Asamblea, con "honorables" cubriéndose la boca con esparadrapos o cosiéndose los labios.

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