| En las frágiles carabelas de Colón que tocaron por primera vez tierra americana vino una lengua en cuyo repertorio no cabían los elementos de la nueva realidad. Esto hizo que junto con los tesoros arrancados a los templos, regresaran los barcos a España cargados de palabras que acariciaban el oído de los europeos |
Así se intitula el ensayo que nos acaba de ofrecer Oswaldo Encalada Vásquez, obra dada a la estampa por la Universidad del Azuay y la Corporación Editora Nacional. Es un trabajo de investigación documental que nos lleva a examinar con seriedad nuestras raíces culturales a través del instrumento de observación quizá más confiable: la lengua.
Varios siglos transcurrieron después del Descubrimiento para que América cobre conciencia de su propia voz. Los primeros hombres que desembarcaron en las costas del Nuevo Mundo no hallaron mejor punto de comparación para estas tierras que la idea que traían del paraíso terrenal. Europa se conmocionó y ya no pudo desprenderse de su fascinación por los colores y las formas del remoto paisaje americano. De este modo, antes de encontrarse a sí misma, América estampó una profunda huella en el arte y en la cultura europea y afinó los cinco sentidos del hombre que escapaba de las densas tinieblas medievales. Las narraciones que se difundieron luego sobre los horrores de la conquista y la colonización obligaron a muchos pensadores europeos a revisar sus ideas sobre la condición y el destino de los seres humanos. La influencia de una América idealizada fue aún más lejos: Rubens copió el cuadro del Ticiano que representa a Adán y Eva en el Jardín del Edén €“recuerda Pedro Henríquez Ureña-, pero puso entre los árboles un papagayo, detalle en el cual, al comparar el original con la copia, alguien ha observado cómo el arte del Renacimiento se transforma en el barroco €“afirma el sabio maestro dominicano.
El mundo americano se fue convirtiendo, pues, en una fuente inagotable de mito y fantasía. Quizás la abigarrada exuberancia de la naturaleza americana sugería el horror que el arte europeo del siglo XVI sintió ante el vacío, como para apoyar las reflexiones de Pedro Henríquez Ureña. Parece que las claves de estas representaciones mentales hay que buscarlas en las relaciones a menudo secretas entre la vida y el lenguaje. En las frágiles carabelas de Colón que tocaron por primera vez tierra americana vino una lengua en cuyo repertorio no cabían los elementos de la nueva realidad. Esto hizo que junto con los tesoros arrancados a los templos, regresaran los barcos a España cargados de palabras que acariciaban el oído de los europeos: sabana, hamaca, piragua, maíz, papa, tabaco, cacao, tamal, alpaca, pampa, tomate... Pero si al español le resultaba difícil representar la realidad por medio de un sistema de organización semántica ajeno a la naturaleza del Nuevo Mundo, al habitante americano le acometía similar dificultad cuando quería trasladar a la lengua vernácula las voces y las primeras experiencias del contacto con esos seres -mitad monstruos, mitad hombres- salidos de las profundidades del cielo o del océano. El primer comercio que debieron entablar los españoles con los aborígenes, antes del intercambio de abalorios, fue el de las palabras.
Por allí empieza el desciframiento de las claves con que Oswaldo Encalada Vásquez nos va aproximando, a través de la lengua, al choque y a la paulatina compenetración de dos culturas por completo diferentes. Dominante la una, y avasallada la otra, las expresiones de dominio y de sometimiento perviven aún en el lenguaje de los ecuatorianos. Encalada Vásquez arranca su descripción lingüística analizando los procedimientos mediante los cuales la lengua española descubre América y la forma en que las lenguas americanas intentan descubrir el mundo de los conquistadores. Animales y plantas provenientes de ambos universos culturales desfilan por los primeros capítulos de la obra en busca de ser denominados según los hábitos de una u otra percepción sensorial. Con prolija información, aun para el detalle, están allí los nombres de los elementos que configuraban el entorno: el maíz, la papaya, la guanábana, la quinua, el caimito, la papa, la guaba, el capulí; pero también están allí presentes con sus propias voces el cuchi, el mishi, el cuy, el quinde o colibrí.
Especial interés cobran los capítulos dedicados a resaltar las relaciones entre la lengua y las prácticas sociales; se analizan para ello las fórmulas mediante las cuales se designa el territorio, los tipos humanos, las clases sociales y sus manifestaciones racistas, las formas de tratamiento, los alimentos, las bebidas. Profusamente documentado, este libro resulta ser tan sabio como entretenido: una golosina para el intelecto. Esta nueva forma de descubrir nuestras raíces solo podía ser fruto de un apasionado espíritu humanista, como el de Oswaldo, consagrado con perseverancia y reconocida seriedad al estudio y a la investigación.