El quijotesco personaje, a quien los años se resisten a hacerle mella, está poderosamente armado de fortaleza creativa, de amor a la naturaleza y a la vida

Jacinto Cordero Espinosa

Hacer poesía en el encierro íntimo de la casa familiar del barrio cuencano El Ejido, o cabalgar cada sábado por los cerros del Cañar, son pasiones a las que no renuncia Jacinto Cordero Espinosa, que a los 83 años acaba de publicar una recopilación de poemas rescatados entre apuntes y papeles, con el nombre de Poesía Dispersa.

“Eso de dispersa podría engañarnos, como no sea que aluda a tiempos y circunstancias en que esos poemas se hicieron y se fueron quedando fuera de sus libros, todos de una unidad que procedía de un ímpetu, de una pasión dominante, que no admitía piezas sueltas. Pero, recogidos los poemas, cobran una impresionante unidad, aun más admirable por esa confesión de dispersión”, dice Hernán Rodríguez Castelo al prologar el libro, destacando que “Jacinto Cordero Espinosa es una de las voces líricas más altas de nuestro siglo XX”.

La pasión por la vida y la naturaleza –madre telúrica donde place soñar y regodearse en la intensidad del tiempo y los instantes- es el impulso y la fuerza de la lírica expresada a través de la evocación de la infancia, el amor, el campo, la soledad y aun la muerte, con la exaltación de los valores humanos, la dignidad del indio, el poder y la belleza de la palabra.

Jacinto Cordero, nacido el 25 de junio de 1925, escribe poesía desde los 18 años, asociado al grupo ELAN –impulso vital-, con miembros de su generación entre quienes constan Eugenio Moreno, Efraín Jara, Arturo Cuesta Heredia, Teodoro Vanegas Andrade, Hugo Salazar Tamariz, Antonio Lloret. “Sacamos a luz bellas ediciones bajo el nombre de Cuadernos Elan, en uno de los cuales hice mi primera publicación, El Canto del Destino, recuerda.

Por entonces inició la carrera universitaria de Jurisprudencia, hasta graduarse de doctor en Leyes y abogado de los Tribunales de la República, profesión para no ejercerla en su vida, salvo el aprovechamiento en dictar por 30 años las cátedras de Derecho Constitucional y Antropología Cultural en la Universidad de Cuenca, donde sus alumnos hicieron las primeras investigaciones sobre temas de la cultura regional para las tesis de licenciatura.

El afecto por el campo y lo campesino es constante en su poesía. “Yo amo el campo y en el fondo soy un campesino de cuya conciencia brota la fuerza y transparencia que está en mis poemas”, dice el poeta que en 1954 escribió el Poema para el Hijo del Hombre con una dedicatoria elocuente a los indios: “mis hermanos silenciosos: peones eternos, labriegos de la piedra, ofendidos por el hombre”. El poema fue escrito diez años antes de que César Dávila Andrade estremeciera a la literatura americana con su Boletín y Elegía de las Mitas.

Cordero ama el campo desde la infancia, en la hacienda de Charcay, en las alturas del Cañar, compartiendo con los niños indígenas las temporadas de vacaciones escolares. Allí aprendió de ellos el quechua, idioma aborigen cuya fuerza cósmica le ayudó a conocer y comprender los secretos poéticos de las montañas, de la neblina, el bosque, el viento, la lluvia, los abismos y cascadas. A esa tierra fecunda en producción agrícola y en inspiración poética, no deja de regresar, semana a semana, para gozar del esplendor de la naturaleza y la vida.

Aquel poema dedicado al indio lo tradujo al quechua Manuel María Muñoz Cueva –maestro de los jóvenes literatos de su generación-, quien descubrió que la expresividad de los versos era más hermosa y vital en el lenguaje propio de aquellos a quienes estaban dedicados, al punto de parecer un poema nuevo, diferente, que lo volvió a traducir con esa energía indígena, al castellano.

En la hacienda Charcay, con su amigo Resplandor.
En la hacienda Charcay, con su amigo Resplandor.


El poeta se entusiasma en la conversación sobre su vida y su obra. El mejor elogio a su poema dedicado a los indios, lo escuchó de uno de ellos, cuando al leerlo en su idioma dijo “esto no es tuyo, es nuestro, aquí lo conocimos desde nuestros antepasados”. El poema, explica el autor, de alguna manera no me pertenece, es la voz colectiva del indio y no una creación individual. Además, le vincula a una secreta vena genética, recordando al abuelo, Luis Cordero, con aquel poema Rinimi Llacta, Rinimi, sobre el mismo tema.

También recibió otro elogio que le place por venir de un crítico literario severo, Alejandro Carrión, quien comentó sobre el Poema para el Hijo del Hombre, así: “Es de una austeridad, de una desnudez, de una sobriedad, que dejan al lector pasmado y conmovido. El poeta como un tema del Eclesiastés impresionante por su altura y su desnuda hombriedad, por la belleza de su palabra que no se apoya sino en sí misma y en la hondura del poema, excelsa hondura, va expresando una realidad universal, una realidad inmensa de los hombres, una realidad que nadie terminará nunca de expresar”.

El poeta alternó su vida entre la creación poética, la docencia universitaria y el campo. Las épocas de vacaciones han sido de ir siempre a la hacienda de Charcay y participar en las jornadas agrícolas con los peones con quienes ha gustado y gusta compartir el diálogo, los fiambres y el tuteo. “Me encanta la sencilla altivez de los indígenas, la vitalidad y alegría que contagian cuando se entra en confianza con ellos”, dice.

Después del Poema para el Hijo del Hombre vinieron varias publicaciones, entre ellas Despojamiento, Contra el Solitario Roquedal, Enigmas… hasta 1967, cuando la muerte de su hijo de diez años partió en dos su vida y le llevó a escribir un poema tremendamente doloroso, Juan Pablo, en su homenaje.
La desgracia conmovió el espíritu sensible del poeta, que se mantuvo en silencio 30 años, durante los cuales “otros pretendieron ocupar mi sitio –dice con no oculto rencor y celo- : siempre supe que mi poesía era más alta que la mezquina crítica de la aldea literaria con sus falsos íconos de barro”. Aquel largo silencio trágico habría sido interpretado como la prematura jubilación del poeta que ya no volvería a crear en su vida. Él se niega a identificar a los críticos perversos.

En el estudio, con el escritorio antiguo tallado y policromado.
En el estudio, con el escritorio antiguo tallado y policromado.

Tras ese silencio reapareció en el ámbito literario con Alambrada y La Llamada, poemarios que recibieron aplausos de los críticos literarios de mayor autoridad en el país y cuyos textos los tenía escritos antes de la muerte de Juan Pablo, y los guardó en un silencio conmovido por la pérdida del ser querido. “La vida es maravillosa, un canto que uno no acaba de expresar a pesar de que la muerte es una constante, a la cual yo no le temo, pero sí cuando golpea a los seres que amo”, dice ahora con la serenidad del hombre que traspasa el límite de la madurez existencial.

En 2005 la matriz de la Casa de la Cultura Ecuatoriana publicó la serie Poesía Junta, con la obra de los poetas más renombrados del Ecuador, donde consta una selección de la poesía de Jacinto Cordero Espinosa, con prólogos de Marco Antonio Rodríguez y Paco Tobar García.

Jubilado en 1997 tras desempeñarse 42 años como Secretario del Núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura y 30 como profesor universitario –los dos únicos cargos públicos que desempeñó-, Jacinto Cordero dispone ahora de todo el tiempo para gozar de las cosas que le apasionaron siempre: leer y escribir poesía y remontarse cada semana a la hacienda de Charcay, a seguir compartiendo con sus amigos íntimos, los indígenas cañaris, que le acompañan a cabalgar tres horas por los montes sobre su querido Resplandor, el caballo que le quiere tanto como él le quiere, desde hace treinta años. “Los dos estamos viejos, pero bien conservados”, comenta sonriendo con engreimiento.

Poesía Dispersa, que acaba de entregar con motivo del Encuentro de Literatura a fines de noviembre, es la recolección de versos rescatados del traspapeleo. “Apuntes escritos al apuro, para no olvidar un pensamiento o una frase surgidos al caminar por la calle o el campo –dice-, que los he conservado hasta decidirme a traducir las letras incomprensibles, la lupa en la mano, convirtiéndolos en poemas”.

Confiesa, además, que así ha surgido todo su trabajo creador, al contacto directo con la vida y con la naturaleza, pues el escritorio lo utiliza no más que para organizar y poner en limpio las anotaciones e ideas guardadas en la cabeza. Además, escribe a puño limpio, pues no logró familiarizarse con las computadoras y lo que usa para terminar sus creaciones es una vieja máquina manual de escribir, con la que convive encariñado.

obra reciente de Jacinto Cordero Espinosa
La obra reciente del poeta.

Rumbo a los 84 años, Jacinto Cordero mantiene el vigor físico y espiritual para caminar diez kilómetros diarios por las calles de la ciudad, entrando en las librerías y en las tiendas de anticuarios, para disfrutar del tiempo y del espacio, sin más preocupaciones que las intelectuales. Los fines de semana no perdona remontarse a la hacienda de Charcay, donde le esperan los amigos indígenas y el fiel Resplandor, rocinante apache en el que emprende aventuras quijotescas por las lomas del Cañar.

 

Ni el carro ni la computadora

Alto, flaco, robusto, sobre los 83 años, Jacinto Cordero está muy lejos de la ancianidad y gusta alardear de su fortaleza física: “Cuando un señor importante me visitó hace poco y le avisé mi edad, él confesó que no lo creía. Entonces le respondí que yo tampoco…”, dice orgulloso con una jactanciosa carcajada.

Su residencia, al sur de la ciudad, es una obra arquitectónica representativa de la tradición de los constructores cuencanos, en medio de espacios verdes y jardines. Al interior lucen finos muebles antiguos, piezas escultóricas y obras de arte en las paredes. Un auténtico museo, donde las piezas no solo sirven para decoración y adorno, sino que tienen uso.

Una de sus pasiones es coleccionar antigüedades que aparecen ubicadas con esmerado buen gusto en todas las áreas de la residencia. En el estudio, próximo al escritorio de madera, tallado y policromado, con ornamentaciones artísticas, está el famoso armario, donde, como su nombre lo indica, guarda los tesoros antiguos más queridos que los muestra solo a los amigos de confianza: ¡Los secretos bajo llaves del poeta…!

Aparte de la Secretaría de la Casa de la Cultura y la cátedra universitaria –también fue dos veces Decano de Derecho- no ha desempeñado más cargos públicos. En contraste con sus antepasados conservadores, entre ellos el Presidente Luis Cordero, confiesa ser hombre de izquierda, aunque nunca se afilió a partido político alguno. Tampoco es afecto a prácticas religiosas, pero admira la imagen y los mensajes de Cristo.

Sobre la producción poética contemporánea, tiene sus reservas. “No se ha superado en el siglo XX a los poetas de mi generación, entre los que constan Jorge Enrique Adoum y Efraín Jara como altos exponentes”, dice, sin negar la calidad del poeta Rubén Astudillo, ya fallecido. “Otros poetas de hoy son valiosos, tienen nuevos tonos, cada uno es una isla respetable, están vivos y podrían superarnos con el tiempo”, dice absteniéndose de dar nombres.

Alguna vez, en el campo, una yegua le tumbó de un corcoveo, pero no renunció a disfrutar de las monturas. No pasó igual con el Wolkswagen en el que de aprendiz de conductor, cuarenta años atrás, chocó aparatosamente y lo dejó abandonado para siempre y no manejar más un aparato motorizado. En el oficio de conductor no fue más allá de la acémila y en el de escribir… no superó la letra manual y, a lo sumo, la vieja máquina de teclear que antecedió a las computadoras. Lo que cuenta, en el caminar de la vida y en la poesía, son los resultados. Jacinto Cordero es un jinete, un hombre y un poeta satisfecho.

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