Eugenio Lloret

Queda el recuerdo sin final de innumerables tertulias al filo de la noche. Viejos tiempos en que anduvimos juntos desde niños entre olores a libros y panes frescos, aprendiendo las lecciones de la vida y guardando los recuerdos saludables. Quedan, hermano, los árboles que sembraste a la sombra de tus sueños y utopías, los azules días del colibrí que cada mañana picotea tu ventana.


Blusas blancas, faldas negras, flores susurrando la fugacidad de la vida, rumores de velorio en medio de una vaporización suave, lenta y conmovedora de verdades esenciales y existenciales sobre lo precario de nuestra vida.

Mi hermano, Marcelo, murió, es ahora una semilla intentando llegar a Dios en medio del ir y venir de la solidaridad concurrente. El, ya fuera de peligro, firme en su nave central, indefenso frente al protocolo funerario. Nosotros, un rosario de hermanos desvelados, arrinconados en soledad procurando acomodarnos a vivir hasta que nos llegue la hora de la turbación y las tinieblas.

La roñosa tristeza me mordió la carne, los flacos huesos del espíritu probaron los negros brebajes mientras alguien decía que la muerte es el precio que debemos pagar por el Don precioso de la vida.

Comprendí el silencio de mi Madre y me adentré en su memoria extraviada entre la prudencia y la sabiduría, entre su voz cansada y sus ojos apagados. Hice memoria de las palabras conmovedoras de Cecilia €“ su esposa €“ que con su fortaleza y su sencillez le pedía en sus instantes postreros que se aferrara a la vida.

Me mojé de las lágrimas de sangre de Santiago, Juan Cristóbal y María Augusta €“ sus hijos €“ y comprendí que para vivir el dulce sabor de la victoria y la felicidad es necesario recibir con resignación los golpes inesperados de la vida; sólo el dolor y los sufrimientos pueden dignificar y exaltar nuestras alegrías.

Me acordé de mi Padre y de sus sonetos a la muerte: " ¡ Morir es retornar ¡ Volver al cántico. Bajar desde la lluvia en vuelo mágico. Y encenderse en el rojo de las rosas ", de Cecilia, mi hermana, heroína de mil batallas. Ya no están, pero están en todas partes abrazados entre máscaras venecianas y flores eternizadas.

Adiviné las miradas inocentes y amorosas de Martín y Adriano €“ sus nietos €“ preguntándose entre lunas, soles, noches y madrugadas de la casa solariega, el por qué de la ausencia del abuelo, mientras nos apresuramos en decirles que vendrá vestido de Noel con el regalo hecho sed, polvo y recuerdo.

Ahora solo cabe la intimidad y la memoria antes de languidecer con el cansancio de este día. Sí. Ya no estás. Prefiero ir más allá de los legítimos y entrañables vínculos afectivos para recordarte como eras, ni más ni menos.

Fuiste, sencillamente, un soñador empedernido. Valioso y respetable en el campo de la jurisprudencia, la docencia y el quehacer político. Honesto a manos llenas. Fuiste sencillamente un hombre de carácter, méritos y defectos.

Sabías renegar, con razón, de la mediocridad que crece en el ambiente de la educación y de la agreste política, de la falta de respeto a la naturaleza y el medio ambiente. Así eras. Y así te fuiste, como dice la gente, el rato menos pensado, encendido de rebeldía, después de ganarnos la simultánea de ajedrez en el tablero de la vida.

Queda el recuerdo sin final de innumerables tertulias al filo de la noche. Viejos tiempos en que anduvimos juntos desde niños entre olores a libros y panes frescos, aprendiendo las lecciones de la vida y guardando los recuerdos saludables.

Quedan, hermano, los árboles que sembraste a la sombra de tus sueños y utopías, los azules días del colibrí que cada mañana picotea tu ventana.

Queda, en fin, la sensibilidad para seguir pensando en esa caja de sorpresas que es la vida y todo cuanto trae consigo: placer y dolor, penas y alegrías.

Marcelo, hermano querido, me ganaste la última partida de ajedrez y al extenderme la mano me dijiste olímpico ¡ hasta ver tus finas letras ¡

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