El caso de un abogado de la República que se hizo cura y logró una dispensa
para contraer nupcias sin perder su calidad de sacerdote católico

 

Carlos Mario Crespo Benítez

A los ochenta años de edad, Carlos Mario Crespo Benítez recuerda con gracia la escena del compañero que le dijo secretamente al oído que por debajo de la sotana se le veían pasados los pantalones.

La víspera, el joven de 26 años había ingresado al Seminario Mayor de Quito para formarse de sacerdote, fiel a un llamado interior que sentido en la infancia, le inquietó por años, hasta la decisión irrevocable de renunciar a las pompas mundanas y seguir los caminos de Dios.

Para entonces, en 1956, había egresado de Jurisprudencia en la Universidad Católica de Quito y se había desempeñado en 1953 como Subdirector Nacional de Seguridad y como Subdirector del penal García Moreno, cuando su profesor universitario Camilo Ponce Enríquez era Ministro de Gobierno del Presidente Velasco Ibarra.

La decisión de vestir el hábito sacerdotal había madurado a través de dudas, reflexiones y aun consultas a jerarcas de la Iglesia para asegurarse de que iba a transitar por un sendero correcto. El más antiguo indicio de su vocación se vinculaba al tío, Antonio Benítez, párroco en Zámbiza, a donde gustaba ir de vacaciones desde que quedó huérfano de padre a los cuatro años de edad.

No obstante, Carlos Mario nunca dejó de sufrir por la renuncia a otra vocación que la sentía con llamados interiores poderosos: ser esposo y padre de familia, con hijos a los que amarlos y formarlos para que fuesen buena gente y buenos ciudadanos.

En junio de 1960 se ordenó sacerdote, medio año después de obtener el título de doctor en Jurisprudencia. Maduro, ya con la edad de Cristo, seguía sintiendo en su intimidad el reclamo de las responsabilidades paternales para una plena realización humana. El Concilio Vaticano II había encendido luces sobre temas eclesiales que permanecieron en las tinieblas de los siglos, como el celibato, el papel de las mujeres en la iglesia, el apostolado, la pobreza.

"El celibato no está ligado necesariamente al sacerdocio, como ocurre desde hace veinte siglos en la Iglesia Católica de rito oriental, donde conviven sacerdotes célibes y sacerdotes casados, con grande aprobación de los fieles", decía un texto conciliar que Carlos Mario lo acogió para emprender el reto de convertirse en un cura casado.

El consejero espiritual conocía la secreta tormenta que bullía en el corazón y la mente del sacerdote que hasta 1967 ya había oficiado más de tres mil misas, confesado y entregado los sacramentos a millares de fieles, entre ellos las monjas de los Corazones y de la Providencia, donde las ejercía como capellán. Entre la comprensión y el rechazo, encontró respuestas difíciles y dolorosas frente a su inquietud, que iba no por abandonar el sacerdocio, sino por ser un sacerdote casado.

El obispo de Quito, Pablo Muñoz Vega, le pidió que no contara con su apoyo a su proyecto. Pero el nuncio Geovanni Ferrofino le entreabrió una puerta: tramitar la dispensa ante las autoridades católicas del Vaticano. Carlos Mario no estaba enamorado ni tenía una razón personal explícita para su empeño, pero se decidió a agotar hasta el último esfuerzo para alcanzar el permiso de la Iglesia para realizarse como persona sin renunciar a la misión sacerdotal.

Se había enterado de sacerdotes que habían tenido relaciones sentimentales e hijos, a los cuales se los había protegido escondiéndolos o reubicándolos, para guardar las apariencias. El suyo era distinto y le llevó a apuntar en su diario: "Recuerdo el caso que me contó el señor Nuncio de un joven sacerdote europeo que tuvo relaciones con una joven; le ayudaron para que viajase a los Estados Unidos y allí siguió en el ministerio sacerdotal cambiando un poco el nombre y escondiéndose de ella Estos casos son ejemplo de un sistema que prioriza las apariencias y ha funcionado como normal a través de los años".

La petición le fue negada, pero no se resignó a la derrota e insistió con una nueva ante el Nuncio el 11 de diciembre de 1967: "Para presentar esta petición hay urgentes razones de orden personal, debidamente pensadas y discutidas. Debo manifestar, además, que según lo podrán manifestar mis superiores y su Excelencia misma, no ha habido ni hay escándalo por mi parte, ni se trata de situación que requiera una solución a posteriori de hechos consumados".

Su perseverancia le llevó a que las autoridades le concedieran tres meses de licencia para que, saliendo del país, reflexionara sobre sus proyectos, pero cuando retornó de los Estados Unidos, donde se reunió con sacerdotes casados de rito católico, su convicción era más firme que nunca antes. Al fin, en diciembre de 1969, recibió la dispensa para ejercer el sacerdocio liberándole de compromisos eclesiásticos.

Meses antes, ante la inminencia del permiso, Carlos Mario había puesto en su mira encontrar a la mujer a la que entregarle su vida. La oportunidad se presentó en un paseo a la laguna de Quilotoa, con un grupo de amigos y amigas, cuando de retorno descubrió que estaba enamorado de una joven hacia la cual se volcaron sus sentimientos y le dio una recíproca respuesta: Beatriz Ampudia se convertiría, el 31 de enero siguiente, en la compañera con la que transitar el resto de la vida. El matrimonio fue en Estados Unidos, en prevención de comentarios negativos de familiares, religiosos o amigos sorprendidos o acaso escandalizados.

Transcurridos 28 años de entonces, Carlos Mario y Beatriz son padres de cinco hijos varones. El primogénito fue bautizado por monseñor Leonidas Proaño y los siguientes, por los obispos Miguel Enrique Romero, Luis Alberto Luna, Antonio González y Raúl Vela.

Desde su matrimonio, él pertenece al Grupo Yahuarcocha, constituido por sacerdote ecuatorianos casados, quienes se organizaron en 1970 en una reunión de confraternidad en el campamento Tres Amigos, junto al lago de Yahuarcocha, en la ciudad de Ibarra. Además, ha asistido a citas de la Federación Internacional de sacerdotes casados, en ciudades de Europa, Estados Unidos y la América Latina.

Carlos Mario ejerce privadamente su misión sacerdotal y es un ser humano feliz, realizado, leal a su vocación, con práctica en el campo periodístico y la docencia, guiado espiritualmente por los principios cristianos y evangélicos a los que ha sido leal. No olvidará jamás las anécdotas de su vida religiosa, como la de esa mañana mientras hacía fila para entrar a la capilla del Seminario y un compañero le murmuró al oído que le pasaban las mangas del pantalón bajo la sotana.

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