UNA PIEZA DE ARTE EN MOVIMIENTO |
El escenario a media luz, casi tenebroso. Una gran lámpara de cristal que alguna vez colgó del techo está posada en el suelo, al centro mismo, como contando la historia de la ruina acaecida sobre la ópera. A su alrededor, personajes de avanzada edad acuden a un remate animado por la voz del presentador de los objetos a venderse: un revólver, un afiche antiguo de alguna ópera pasada, tres calaveras cual adorno de mal gusto, un monito que toca platillos al son de una música de cuerda tristísima, y la lámpara caída todo lo que alguna vez formó parte del inventario de bienes de la ópera parisina está a la venta y, con ello, el cierre posterior de sus puertas pero también el recuerdo de acontecimientos que comienzan con aire de misterio y terror.
De inmediato, las luces se encienden, la lámpara es levantada en alto, de regreso al techo, y el público es transportado a la época de éxito de la ópera, cuando su elenco preparaba una presentación tras otra, y cuando un buen día una talentosa joven llamada Christine se deja escuchar con una voz tan melodiosa que emociona hasta las entrañas, acaba enamorando no sólo al público, sino también a un personaje que no se deja ver, que vive en la sombra y que, sin hacerse presente, está siempre ahí, escuchando la música que él mismo ha compuesto. ¿Pueden los fantasmas componer? El fantasma de esta ópera sí, y con un gusto refinadísimo.
Las consecuencias del descubrimiento de la dulce voz de Christine no son del todo positivas para la ópera, pues ello causa conflicto en la administración misma, y éste radica en la difícil decisión de deshacerse de Carlota, la otrora aclamada artista cuya voz de soprano ya no es lo que fuera antaño, de modo que cada vez es más plausible la necesidad de sustituirla por la joven, pero en una época de valores morales altos, al administrador de la ópera le cuesta: está de por medio la lealtad, el reconocimiento a la permanencia en la institución.
La presión, sin embargo, no viene sólo del público ávido de una voz joven, sino de ese fantasma que, de repente, se materializa y empieza a enviar amenazas: si no es Christine la nueva estrella de la ópera, habrá muertes y tragedias en escena, una de las cuales es la caída estrepitosa de la lámpara sobre la tarima.
En el argumento juega un papel primordial la confusión de Christine, luchando con su atracción casi mística por ese fantasma que sólo se le ha aparecido a ella y que ella cree es un "ángel de la música", enviado por su padre desde la eternidad a animar su talento y pasión por el arte del canto.
El joven que la corteja, símbolo de la belleza masculina, descubre al fin la verdadera identidad del famoso fantasma, un genio de la música que ha renunciado a aparecer en público debido a la fealdad de su rostro deformado, emblema del alma sutil tras la apariencia física, tan refinada que al final su amor mismo lo es luego de superar un arrebato de violencia y caer en la cuenta de que Christine pertenece al mundo de los rostros bellos y, con eso, no cabe en el mundo de sombras donde él se esconde.
La historia que el escritor francés Gaston Leroux escribiría hacia 1910, El Fantasma de la Á“pera, sin mayor éxito en ese entonces, es hoy el musical que más tiempo ha permanecido en escena en Broadway, y justamente este mes, se presentó el show número 8500 en New York, simplificando la historia escrita en una ejecución física y musical que es una obra de arte en movimiento continuo.
No cabe duda de que la música compuesta por Andrew Lloyd Weber para este musical, más la letra adaptada por Charles Hart, son la esencia misma del éxito del show, pero lo es también la habilidad de los coreógrafos, las voces profesionales de los intérpretes, la destreza de la gente tras bastidores para mover cada objeto en el preciso instante, prender cada luz en el segundo exacto en que la escena lo demanda. En total, una obra donde el valor de la belleza es amplio y no siempre tiene que ver con lo material.