Por Rolando Tello Espinosa

Camino a los 90, Julio Eguiguren Burneo tiene nublada la vista, pero clara la memoria para recordar la historia, los pasajes de su vida y los paisajes de su ciudad querida, la ciudad de Loja

Julio Eguiguren BurneoEl anciano no se fatiga de hablar con entusiasmo sobre las hazañas de los Paltas resistiendo a los incas con refuerzos mitimaes de Bolivia, que acabaron recluidos hasta hoy en Saraguro, leales a su tradición milenaria, las costumbres, atuendos e idioma de los antepasados.
En 1546 el español Alonso de Mercadillo fundó en el valle de Cuxibamba la ciudad de Loja, bautizada con el nombre de su nativo pueblo europeo, digno de imponerlo al hermoso paraje que en el habla aborigen se llamaba llanura alegre.
Inicialmente Loja gozó tiempos de grandeza, epicentro de 15 ciudades fundadas por españoles, entre ellas Zamora, cuyas ricas minas de oro explotadas con sacrificio de los jíbaros, provocaron un levantamiento en 1599, con la masacre de españoles, el incendio de la ciudad, y la muerte del gobernador haciéndole beber oro fundido, para que saciara para siempre su avarienta sed por el metal precioso.
Es el preámbulo con el que el viejo conversador marca el ambiente de la Loja histórica en la que se confiesa orgulloso de haber nacido y vivido. "Desde 1600 hasta 1900 la ciudad vivió tres siglos de aislamiento y aún entrado el siglo XX era rareza de comentario que un extranjero apareciera por las calles", dice.
Nacido en 1920, cuando niño Loja era un pueblito solitario entre los ríos Zamora y Malacatos, que en agosto y septiembre se llenaba de peregrinos que iban de todas partes a rezar y pedir milagros a la Virgen de El Cisne, a 70 kilómetros de la capital de provincia. A él también le pegó la devoción a la imagen cuya presencia espiritual la ha sentido de diversas maneras a lo largo de la vida.

  La sala, museo y templo de recuerdos familiares.
 La sala, museo y templo de recuerdos familiares.

Á‰l vio abrirse las calles de Loja, cuando en los años 40 del siglo pasado no eran sino senderos con casas a los lados y acequias de abastecimiento familiar de agua y para funciones sanitarias:   "en tramos había unos tablados con un orificio, que los llamábamos turcos, para cumplir las necesidades biológicas, y recuerdo que unas mujeres cobraban cinco centavos por acarrear allá los bacines, llamados gualatacos", dice.
Esas mismas mujeres eran correveidiles para llevar recados o noticias de un lado a otro de la ciudad, y hasta dinero, pues gozaban de la confianza total de las familias, además de que entonces se ignoraban casi por completo los vicios del hurto, el desfalco o las estafas.
Cuando en 1941 los ejércitos peruanos invadieron el territorio patrio, el conscripto Eguiguren, ayudante del Pagador Provincial, llevó a caballo vituallas por las guarniciones de su provincia, experiencia que marcó uno de los episodios que más impresionaron su vida. "El 21 de julio un escuadrón de aviones peruanos tenía el objetivo de bombardear Cuenca, pero regresaron de Susudel, porque súbitamente una nube negra encegueció a los pilotos: fue la intervención de la Virgen del Cisne, que siempre nos ha protegido", asegura con la certeza del devoto fiel a la patrona de su provincia. Los aviones descargaron las bombas sobre el campamento de la compañía Ambursen, que construía la carretera Cuenca-Loja.
En su leva de promoción fueron 250 conscriptos, de los cuales él, con el grado de sargento segundo, es uno de los últimos cinco sobrevivientes. Goza, por ello, de una pensión vitalicia que fue de 60 mil sucres hasta el año 2000, cuando se transformó en 2,37 dólares. El Presidente Gutiérrez la elevó a 55 dólares y el actual gobierno la ha subido a 60, comenta con humor el patriota de las fragorosas penurias de la defensa territorial.
Pero está satisfecho del heroísmo de los soldados que defendieron la integridad de la provincia de Loja y del país, pues el río Macará es la única frontera ecuatoriana que jamás se ha movido, mientras todas las demás corrieron a gusto de las ambiciones expansionistas del Perú.

El piano de mesa de 1850, heredado de la bisabuela.
 El piano de mesa de 1850, heredado de la bisabuela.

En su vida desempeñó importantes funciones públicas, empezando por la jefatura política de Loja en el gobierno de Galo Plaza. Pero la más notable fue cuando el Presidente Velasco Ibarra le nombró Gobernador en 1953, donde permaneció tres años y medio, y luego de 1960 a 1961. Lo que ha quedado en el recuerdo de estas funciones son las anécdotas de seguir al insigne personaje en sus andanzas quijotescas por los rincones de la provincia, por malos   carreteros o sobre acémilas.
Una vez acompañó al Profeta €“ uno de los nombres con que le bautizó el pueblo al mandatario- por el caserío La Majada, cerca de Macará, cuando asomó un campesino con un pajarillo en una jaula para obsequiarlo. El doctor Velasco se encolerizó frente al ave privada de volar con libertad por el espacio infinito y pidió alejar al hombre cuyo regalo le fastidiaba. Entonces el labriego llamó la atención del pajarillo con un silbido y Velasco se quedó estupefacto ante el prodigio del ave entonando el himno nacional.    
El Presidente acabó por aceptar de buen modo el obsequio del campesino €“Adolfo Jurado- y llevarse la chiroca, pájaro de plumaje negro con amarillo- que llegó a ser en Carondelet la admiración de los diplomáticos y visitantes que no paraban de escucharle gritando la sagrada canción patria, hasta morir nueve meses después de agotamiento.

El Gobernador Eguiguren con el Presidente Velasco en 1953
 El Gobernador Eguiguren con el Presidente Velasco en 1953

Al longevo personaje le fluyen recuerdos que se apura a rescatarlos como de un torrente. Hasta los primeros veinte años del siglo XX €“le contaron los mayores- para ir de Loja a Quito se demoraba 27 días de cabalgata y dos en diligencia. Pocas veces alguien podía emprender semejante travesía y la hacían contadas personas en la vida. Lo que él si había hecho son viajes de cinco días a caballo de Loja a Cuenca €“que eran de ocho días si había lluvia- y hasta ahora parece estremecerse de frío cuando se refiere a los fangales, páramos y vientos de El Silbán, donde a veces los viajeros morían emparamados.
En 1943, cuando la empresa de transportes Viajeros inauguró el servicio entre las dos capitales de provincia, se celebró el acontecimiento como un hito histórico de progreso de su ciudad, a pesar de que los buses demoraban once horas en el viaje por las precarias condiciones de la vía, que ahora se la recorre en tres horas.
A Julio Eguiguren le asombra la transformación de la ciudad aislada de su infancia, ahora dinámica, cosmopolita, incorporada al país y al mundo, pero deplora que miles de lojanos hayan ido por la emigración: "En 1950 la provincia tenía 350 mil habitantes y mientras otras ciudades han multiplicado hasta tres veces su población, hoy los lojanos apenas llegamos a 410 mil", dice, por tantos que han salido al exterior, han fundado pueblos como Nueva Loja en el oriente, Zhumiral en el Azuay, o se han trasladado con familia entera a zonas mineras de las provincias vecinas".
La vejez no se puede ocultar a los 90 años, pero Julio Eguiguren aprovecha el tiempo que le queda por vivirlo, conversando historias que le graban los nietos, para escribir dos libros con los que quiere rematar la vida: la historia de la Virgen del Cisne y las tradiciones y costumbres de Loja. Es el placer de rebuscar el tiempo perdido.


Aquellos tiempos...

La casa de Julio Eguiguren, junto a la plaza San Francisco, es un bien patrimonial con alrededor de 200 años de antigÁ¼edad. Enorme, de materiales tradicionales, con portales en torno al patio central, balcones y cubierta de teja, evoca una remota tradición familiar de holgura y comodidad.
También evoca tiempos de familias abundantes. "Fuimos doce hermanos, de los cuales soy el tercero. Los siete ya han muerto", recuerda el padre de ocho hijos, 22 nietos y tres bisnietos, que empezó haciendo hogar en 1950, cuando se casó ya maduro.
La sala principal atesora bienes heredados de vidas anteriores y adquiridos en su propia vida. Los muebles estilo Luis XV, sillas de madera y esterilla, butacones norteamericanos, se acoplan al ambiente con paredes forradas de papel tapiz francés, donde cuelgan retratos familiares entre los que están personajes de la historia de la provincia. "Á‰l, mi tío José Antonio Eguiguren, fue el segundo obispo de Loja, de 1904 a 1910", dice apuntando el cuadro del prelado que es una obra de acabado valor artístico.
En un ángulo está el piano inglés de mesa, propiedad de su tatarabuela Luisa Arias, una reliquia que Julio disfrutaba tocándola hasta hace unos dos años, antes de que la ceguera y la vejez le convirtiera a aquel instrumento en una pieza de museo. Del cielo raso cuelgan lámparas gigantes con primorosas ornamentaciones.
La vivienda y cuanto encierra transporta a décadas y acaso siglos anteriores. El anciano añora algunas costumbres que el progreso ha extraviado, como eso de compartir la vida: "Convidar era una norma social que ha desaparecido. Se convidaba la comida y las cosechas a los familiares y amigos. El hacendado daba la canasta de productos del campo a los peones y sirvientes. Nunca daba limosna, sino convidaba", comenta.
Los recuerdos añejos reviven en la memoria del nonagenario y episodios antaño graves fluyen con matices de humor. Los jóvenes se casaban obedientes con la mujer escogida por los padres. Y trae al caso una historia familiar: "contaban mis padres €“dice- que uno de sus abuelos había tenido dos hijas, una muy hermosa y la otra de poca gracia. Un caballero cuarentón pidió la mano de la primera, pero al momento del casamiento acudió la otra hermana, por decisión de los padres. El matrimonio se celebró, pero no se consumó nunca, pues el marido después de pronunciar obediente el Sí, desapareció por siempre".
Emilio Eguiguren se solaza con sus historias, que cobran vida en la sala antigua donde encuentran eco. En un armario conserva con celo miles de estampillas de correo, así como monedas de países del mundo, pues la filatelia y la numismática fueron aficiones a las que dedicó mucho tiempo de su vida.  
El diálogo salta de un tema a otro: "Cuando niño, la costumbre del luto era rigurosa: si morían los padres, había que llevar duelo seis años y cuatro años al perder un hermano €¦ Se cubría con velos negros los espejos y los muebles y las mujeres no salían a la calle", cuenta, para rematar la jornada del conversador infatigable que no escatima la oportunidad de recordar cosas que quisiera que el tiempo no las diluya para siempre.

 

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