Por Marco Tello

 

Marco Tello
Si examinamos los procedimientos de control aplicados por la izquierda y la derecha, hay que rezar para que escapen a su siniestro destino los comités populares de defensa de un cambio social por el que la mayoría de ecuatorianos apostamos de buena fe en las urna

Fueron siete largos días de interrogatorios y suplicios. Primero, los músculos descoyuntados en la cuerda; luego, los brazos y las manos dislocados por la tensión de la maroma y el incriminado gritando su inocencia en el aire, rapado, vestido de hábito y purgado, para que no le confortara amuleto alguno o pacto con el diablo. Por fin, cuando el cuerpo y el alma del acusado se fundían en una sola llaga, naufragaba su voluntad en un mar de falaces ofertas de indulto a cambio de que confesara la verdad. Era la verdad que desde el primer día de las pesquisas quería escuchar el oído de los jueces. Fue así como el Comisario Guglielmo Piazza y todos aquellos a quienes había delatado falsamente, doblegado por el dolor, fueron condenados a que se los paseara en público, atenazados con hierros candentes antes de que les fueran cortadas las manos, dejando que todos los huesos se rompieran en la rueda, a la que debían mantenerse atados, en vilo, para que, al cabo de seis horas de agonía, fueran degollados, quemados los cadáveres y arrojadas las cenizas a la mansedumbre del río. La sentencia se ejecutó el 27 de junio de 1630 en la ciudad de Milán, azotada en esos días por la peste.
Todo había empezado €“cuenta Manzoni- el 21 de junio de ese año. Caterina Rosa se asomó esa mañana a la ventana. Un hombre con capa negra, los ojos cubiertos por el sombrero, traía un papel en la mano, en el cual le pareció ver que escribía. Le había llamado la atención que el hombre anduviera muy arrimado y que, a trechos, llevase las manos al muro. Corrió ella a una habitación contigua desde cuya ventana le pareció volver a ver al hombre tocando el muro con las manos. Entonces se le vino a la mente la idea de que acaso fuera uno de esos que días atrás andaban untando las paredes. Propalada la novedad, se dio con el viandante infortunado. Era el Comisario de Sanidad Guglielmo Piazza. El rumor levantado sobre lo que le pareció ver a una dama llevó a los jueces a presionar sobre el sospechoso hasta que se declarara culpable de embadurnar los muros de la ciudad con el unto de la peste, comprometiendo en su acción imaginaria, por instigación de los pesquisidores, a personas que nunca había conocido.
Aunque     el   inicuo     proceder   de   los  

 
administradores de justicia ya no tenía asidero legal ni moral en la época en que actuaron, podría haber una explicación en el contexto de una crédula población aterrorizada por la pestilencia de la muerte, pero que no se resignaba a recibir la enfermedad como un azote blandido por la mano de Dios para limpiar la herrumbre depositada en el corazón de los hombres. Una vez puestos al descubierto los agentes y transmisores del   mal, la plebe clamaba por el castigo ejemplar de los envenenadores. En este sentido, resultó providencial la duda echada a circular en el vecindario por Caterina Rosa. Aunque es dudable que los procesadores tomaran la condena de Piazza y su grupo de supuestos cómplices como un exorcismo contra la peste, al menos consiguieron que la danza de la muerte fuera suplantada durante unas horas por la agonía de los reos. Era, si se quiere, un ritual desesperado de protección comunitaria.
Como en los tiempos de la peste, las grandes convulsiones sociales han pulsado sobre la imaginación colectiva en pos de mecanismos de defensa y ha sido inevitable su secuela de sospechas, censuras, delaciones y rumores. En medio del rebullicio, han pululado los acusadores, los inquisidores, las víctimas y los verdugos. Tuvo los suyos la defensa de la fe católica y los tuvo el triunfo de la revolución francesa con sus miles de sueños segados bajo la guillotina. Crecieron y se multiplicaron, en el siglo anterior, tras la victoria de la revolución de octubre; estuvieron después al servicio de los regímenes fascistas europeos, porque se ha dicho que el inquisidor, el verdugo, carecen de patria y de bandera. No podían faltar en la consolidación de la revolución cubana; sin ellos, tampoco hubiera prosperado el imperio del terror implantado por las dictaduras militares de los años setentas. Hoy mismo, la justicia norteamericana sigue tras la pista de los torturadores que obtenían información con sus armas sofisticadas, sus perros y sus taladros eléctricos. Si examinamos sobre este mapa universal los procedimientos de control aplicados por la izquierda y la derecha, hay que rezar para que escapen a su siniestro destino los comités populares de defensa de un cambio social por el que la mayoría de ecuatorianos apostamos de buena fe en las urnas.                
 

 

 

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