Por Yolanda Reinoso
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En un fresco día de enero, hace ya siete años, abordamos el "Queen of Hansa" en la ciudad de Luxor. Cuando la travesía inicia por las calmas aguas del Nilo, su ancho se evidencia aún más que como se lo ve desde la orilla. Nos vamos alejando de un puente, signo de contacto con el Egipto moderno, y la embarcación se adentra en un paisaje que representa mejor la imagen que siempre tuve del Nilo: a sus orillas se divisan palmeras, verdor, plantaciones de caña de azúcar, altos papiros, casas rústicas separadas una de otra por una gran extensión de terreno de cultivo; es fácil figurarse lo que debe haber sido la vida en tiempos de los faraones para un pueblo que le debe tanto a la agricultura.
El silencio de los espectadores en cubierta acentúa lo milenario del paisaje, y se rompe cuando un joven, musulmán por la usanza, exclama un " ¡hey!" para los turistas, mientras levanta su mano. Un siguiente pueblo agricultor permite observar mayor movimiento, tanto en un mercado pequeño al aire libre, como a la salida de una escuela desde cuya puerta los niños saludan con un alborozo que debe repetirse a diario cuando ven otros cruceros atravesando el río. Escuchamos cerca el llamado del muecín a la tercera oración del día, proveniente de una mezquita blanquísima y que, por el tamaño, no puede dar cabida más que a unas pocas decenas de hombres, un indicador de lo reducido del poblado.
La embarcación atraca en la tarde cerca de un mercado de réplicas de piezas arqueológicas. A esa hora, cuando el sol empieza ya a ocultarse, el Nilo se tiñe de una lámina dorada que cambia por completo el paisaje. El verdor más intenso de los cultivos se observa donde la luz del fin del día cae, y se pierde oscuro allí donde ésta no alcanza, permitiendo ese crepúsculo sin sombras del que habla Vargas Vila y que tiene esa misma belleza triste en todo el mundo.
La mañana del segundo día comienza a las seis en punto con una sorpresa: el crucero parece presa de un temblor que no se detiene. No hay alarmas sonando ni llamados por altavoz, así que subimos a cubierta en pijamas y pantuflas, envueltos en una cobija, adivinando que el frío debe ser intenso. Un viento violento sopla pero no dispersa a la gente congregada allí para observar cada detalle del momento en que el crucero está por pasar un canal. La embarcación está frente a una compuerta que va llenándose de agua hasta el tope para permitir que el viaje continúe hacia el otro lado del río.
Las imágenes varían este segundo día: se ven partidos de fútbol en canchas improvisadas no lejos del río, mujeres cargando canastas grandes con comestibles, lavando la ropa en la orilla, hombres arreando burros cuya carga parece tremendamente pesada, y hacia las seis de la tarde, rodean el crucero pequeñas embarcaciones de madera dirigidas por comerciantes de textiles, tapices y alfombras que se lanzan directo a manos de los turistas que, cautivados no sólo por el colorido de las fibras, sino por la forma tan particular de hacer comercio, devuelven el precio pedido lanzando sus billetes para contento de los vendedores.
El tercer día, luego del desayuno, se anuncia la llegada a Aswan, así que la embarcación se detiene en el puerto, adonde acuden de inmediato niños y jóvenes pidiendo desde tierra a los turistas que les arrojen bolígrafos. Si la mano que los lanza desde cubierta tiene buen alcance, el solicitante logra atraparla sin mayor esfuerzo; pienso que deben tener mucha práctica, y que debe ser un gozo enorme hacerse de un instrumento tan preciado en la pobreza de sus escuelas.
Las comidas en el crucero son abundantes y variadas y se acompañan de música árabe con un ritmo muy africano. Uno se llena de todo lo que puede porque hay tanto para escoger que vale la pena ir probando los platos típicos egipcios, pero el alimento más exquisito de esta experiencia son las imágenes vistas; ellas hacen del crucero por el Nilo uno de esos viajes que uno queda añorando repetir alguna vez, si la vida lo permite.
El silencio de los espectadores en cubierta acentúa lo milenario del paisaje, y se rompe cuando un joven, musulmán por la usanza, exclama un " ¡hey!" para los turistas, mientras levanta su mano. Un siguiente pueblo agricultor permite observar mayor movimiento, tanto en un mercado pequeño al aire libre, como a la salida de una escuela desde cuya puerta los niños saludan con un alborozo que debe repetirse a diario cuando ven otros cruceros atravesando el río. Escuchamos cerca el llamado del muecín a la tercera oración del día, proveniente de una mezquita blanquísima y que, por el tamaño, no puede dar cabida más que a unas pocas decenas de hombres, un indicador de lo reducido del poblado.
La embarcación atraca en la tarde cerca de un mercado de réplicas de piezas arqueológicas. A esa hora, cuando el sol empieza ya a ocultarse, el Nilo se tiñe de una lámina dorada que cambia por completo el paisaje. El verdor más intenso de los cultivos se observa donde la luz del fin del día cae, y se pierde oscuro allí donde ésta no alcanza, permitiendo ese crepúsculo sin sombras del que habla Vargas Vila y que tiene esa misma belleza triste en todo el mundo.
La mañana del segundo día comienza a las seis en punto con una sorpresa: el crucero parece presa de un temblor que no se detiene. No hay alarmas sonando ni llamados por altavoz, así que subimos a cubierta en pijamas y pantuflas, envueltos en una cobija, adivinando que el frío debe ser intenso. Un viento violento sopla pero no dispersa a la gente congregada allí para observar cada detalle del momento en que el crucero está por pasar un canal. La embarcación está frente a una compuerta que va llenándose de agua hasta el tope para permitir que el viaje continúe hacia el otro lado del río.
Las imágenes varían este segundo día: se ven partidos de fútbol en canchas improvisadas no lejos del río, mujeres cargando canastas grandes con comestibles, lavando la ropa en la orilla, hombres arreando burros cuya carga parece tremendamente pesada, y hacia las seis de la tarde, rodean el crucero pequeñas embarcaciones de madera dirigidas por comerciantes de textiles, tapices y alfombras que se lanzan directo a manos de los turistas que, cautivados no sólo por el colorido de las fibras, sino por la forma tan particular de hacer comercio, devuelven el precio pedido lanzando sus billetes para contento de los vendedores.
El tercer día, luego del desayuno, se anuncia la llegada a Aswan, así que la embarcación se detiene en el puerto, adonde acuden de inmediato niños y jóvenes pidiendo desde tierra a los turistas que les arrojen bolígrafos. Si la mano que los lanza desde cubierta tiene buen alcance, el solicitante logra atraparla sin mayor esfuerzo; pienso que deben tener mucha práctica, y que debe ser un gozo enorme hacerse de un instrumento tan preciado en la pobreza de sus escuelas.
Las comidas en el crucero son abundantes y variadas y se acompañan de música árabe con un ritmo muy africano. Uno se llena de todo lo que puede porque hay tanto para escoger que vale la pena ir probando los platos típicos egipcios, pero el alimento más exquisito de esta experiencia son las imágenes vistas; ellas hacen del crucero por el Nilo uno de esos viajes que uno queda añorando repetir alguna vez, si la vida lo permite.