Por Marco Tello

 

Marco Tello
En las vías que rodean el aeropuerto, se apostaban las tropas de infantería en posición de combate, y en las rutas estratégicas confluían las ambulancias, los carros de bomberos, los vehículos blindados, y el aire se estremecía cargado de presagios bajo el peso de los helicópteros artillados

A quienes hacían columna frente a la ventanilla de pagos, probablemente les habrá llamado la atención el tamaño de las orejas, extremadamente largas, del hombre que se inclinó para desplegar un cartel con un aviso inquietante. Según explicaba, lo había encontrado esa mañana bajo la puerta de las madres conceptas. Se trataba de una amenaza parecida a la de los títulos que anunciaban las películas esa semana.
De modo que sí había fundamento para la inusitada agitación en las calles de ordinario alegres. Los amigos se saludaban y se despedían mirando para otro lado. Unas muchachas alegraron la escena con sus uniformes de colores vivos; pero iban nerviosas, apresuradas, rumbo al colegio que se adivinaba entre el vaivén de unos árboles. A la entrada del ayuntamiento, los empleados demoraban tomando el sol y mirando con ansiedad los relojes en un mar de rumores cercanos a la revuelta.
No por nada €“informaron ese jueves los primeros partes oficiales-, solo por precaución se había redoblado la vigilancia en el centro patrimonial, dentro y fuera de las iglesias, de los museos, de los edificios bancarios. Piquetes de gendarmes recorrían las zonas comerciales en traje de campaña. En las vías que rodean el aeropuerto, se apostaban desde muy temprano las tropas de infantería en posición de combate, y en las rutas estratégicas confluían las ambulancias, los carros de bomberos, los vehículos blindados, y el aire se estremecía cargado de presagios bajo el peso de los helicópteros artillados.  
Por supuesto, el pavor era más estrepitoso en los barrios populares, proclives al tumulto. Las radiodifusoras competían por captar el interés público con las primicias en torno del temor colectivo suscitado por la amenaza fijada en las puertas de las iglesias en horas de la madrugada: "Hoy vendremos, y arderá vuestra ciudad. Los invisibles". Desde luego, los carteles ya habían ardido bajo la vigilancia de los veedores y de los fiscales.
A pesar de las prevenciones, quedaban sin resolver otros problemas de seguridad. Debido a la emergencia, no se disponía de recursos suficientes para establecer puntos de control en cada lugar de acceso a los sectores antiguos y modernos del enorme laberinto urbano. La brevedad del anuncio tampoco permitía adivinar si la invasión se daría por aire o por tierra, y no era descabellada la idea de una nave estelar que girara incandescente sobre   un campo

 
de fútbol o sobre el patio de un convento. Otros reporteros difundieron por la radio la aterradora posibilidad de que los invasores tomaran por la corriente caudalosa del río que bordea los acantilados.
Pero algo resultaba muy extraño. Evitando caer en lo muy obvio, se había dejado para el último lo más razonable. Si en verdad se trataba de seres invisibles, era lógico pensar que estuvieron en la ciudad en el momento en que fijaron los carteles con letras de fuego sobre las puertas sagradas. Esta era la opinión irrebatible del jefe de la policía secreta.  
Cerca del medio día se materializaron los temores con los primeros tableteos de las ametralladoras, que venían en dirección del aeropuerto. Una bandada de palomas alborotadas tendió un ala de sombra sobre los viejos tejados. El fuego se generalizó y se elevaron a la distancia unos pequeños hongos de humo denso. El estrépito de las armas hería con creciente intensidad el oído, obligando a protegerse instintivamente las orejas.
Hacia las cinco de la tarde amainaron los disparos. En implacable cacería, las tropas habían peinado la ciudad barrio por barrio. Se oía una ráfaga cada cinco, cada diez minutos; venía luego un prolongado silencio, seguido de otros disparos esporádicos que martillaban en la oreja con el golpe que tiene en las películas cada tiro de gracia. La última balacera provino de un colegio que ardía entre los árboles y vibró con el silbido nítido con que deben sonar las balas que dan en los cuerpos transparentes.  
Poco a poco fueron desembocando en las morgues los camiones militares. Fatigadas, pero animosas, las gentes invadían los recintos y se arremolinaban alrededor de las pilas de cadáveres. En un balcón cercano flameó una bandera con los pliegues acariciados por el esplendor del verano. Pero la algarabía no ocultaba el asombro que había despertado la infiltración casi invisible de tantos seres malvados, de orejas extremadamente largas.
Una vez conjurado el sobresalto, la población recobró la calma y pudo entregarse a dormir sin temor esa noche, al menos hasta el alba, hora en la cual otro vecino madrugador de nariz muy larga u otro de nariz exageradamente respingada encontrará bajo la puerta de las madres conceptas otro cartel con la misma amenaza de antes, parecida a la de los títulos de las películas que anunciaban los cines esa semana.    
 

 

 

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