Por Marco Tello

 

Marco Tello
Vete de aquí, borracho, fue lo último que le había oído contar a su amigo, que le dijo la mujer, antes de que el matrimonio se viniera abajo, pese a un corto simulacro de conciliación, y volviera él a subir y a bajar por los peldaños de la embriaguez, hasta terminar allí, tendido en una caja, rodeado de un Cristo y cuatro velas.


La sensación de que alguien viene en sentido contrario lo detiene. Podría ser un enemigo político, un asaltante, un loco, un asesino prófugo. Podría ser la encarnación de un alma en pena salida de una de las leyendas que atormentaron su infancia. Por lo visto, la mente no ha abandonado del todo la sala donde reposa el cuerpo de su amigo. De una casa aledaña, oye el canto de un gallo.
Bajo los arcos que corren paralelos a la vereda, percibe el vago rumor de unos pasos que no podría asegurar si se aproximan o se alejan. De todos modos, permanece en alerta, mirando alrededor con esa mezcla de arrojo y sobresalto, propia de un ser desesperado. Sus ojos van del piso al cielo raso y desde allí a la hilera de columnas, en afanosa búsqueda de un detalle, de una sombra o un resplandor; pero no hay nada sino este presentimiento raro y otro canto del gallo. Las ramas se balancean en la esquina del parque, tocadas por la brisa, preludiando el amanecer, y del follaje en movimiento se desprende un suave olor a menta. Sin una explicación racional de su ansiedad, aprieta instintivamente los puños y sacude la cabeza para librarse de un mal sueño; pero experimenta en su interior la sensación de que es otro, frente a él, el que cierra los puños y sacude la cabeza para disipar un mal sueño.
Acude entonces a su mente el consejo del amigo difunto. La ebriedad era para él lo más recomendable contra el miedo. Lo había oído mencionar cien veces cuando los dos trastabillaban por este mismo parque en busca de otro bar. Dondequiera que vaya, había asegurado, un ebrio nunca sabe si está vivo o muerto mientras no lo evalúe su mujer. Ya vienes entonado, le contaba, a este propósito, que ella le decía de recién casados. Ya vienes otra vez tomado, le reclamaba, apartándolo, unas semanas después. No, mi amor, estás bebido, le rechazaba con fuerza al cabo de tres meses. Aléjate, que estás ebrio, le ordenaba secamente al medio año de casados. Vete de aquí, borracho, fue lo último que le había oído contar a su amigo, que le dijo la mujer, antes de que el matrimonio se viniera abajo,   pese   a   un corto   simulacro   de conciliación, y volviera  

 

 

él a subir y a bajar por los peldaños de la embriaguez, hasta terminar allí, tendido en una caja, rodeado de un Cristo y cuatro velas.
Pero él no está ebrio esta noche, piensa; no, ni entonado, ni tomado, ni bebido ni borracho; tan solo un poco atolondrado. Es mejor creer que se trata de una pasajera ansiedad, de aquellas que se llevan por dentro y cobran forma de alucinación al final de una vivencia como la experimentada junto al cofre mortuorio del amigo entrañable. Al frío de la madrugada, se le han puesto a rechinar los dientes y con ello se disipa la tonta idea de que él es el muerto; no, él está vivo, despierto, afeitado, bien peinado. Sin embargo, no puede alejar la sensación de que es a alguien, frente a él, a quien se le han puesto a rechinar los dientes.   Armado de valor, se decide a avanzar y pone un pie adelante, pero un bulto casi invisible da con igual ímpetu, frente a él, un largo paso al frente. Los ojos de uno y otro se encuentran y se clavan llenos de igual asombro. Titubea; hace ademán de llevarse la mano al cinto, amenazante; pero también el otro imita el ademán, en forma simultánea, tal como él lo está haciendo en este instante, el cuerpo en disposición de lanzarse al combate. Pero lo inmoviliza el ver las ropas del extraño, quien viste el mismo traje negro a rayas que él lleva puesto desde que entró unas horas antes a la sala del velorio. Se mira los zapatos aún lustrados, y advierte que el cordón izquierdo cuelga desamarrado. Se dobla para atarlo, pero le parece que es otro el que se inclina, frente a él, sobre el cordón del zapato izquierdo, tratando de anudarlo, con la vacilación   con que lo está haciendo él, en la antesala,   frente al cristal de roca del espejo. ¿Espejo?, se pregunta, porque en realidad no hay ningún espejo, sino solo este presentimiento y otro canto del gallo.
-Vete de aquí €“oye que alguien le grita con la voz de su mujer, y él vuelve a diluirse en el frío de la noche, como un alma en pena salida de una de las leyendas que atormentaron su infancia.
Al despertarse, al siguiente día de las elecciones, jura por la madre santa que nunca volverá a ser candidato a nada.  

 

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