Por Marco Tello

 

Marco Tello
Voy a contar tu bello sueño porque a todos nos enseña que el valor de las personas pudiera ser el reflejo de sus manchas interiores


No bien el hombre abrió la puerta,   la niña le echó los brazos al cuello.

    -Ven, le dijo, siéntate. Quiero contarte mi sueño antes de que se me olvide.

Corrió un poco la cortina y la luz matinal dio relieve a los objetos dentro de la habitación. El viejo acercó la silla; pero antes de acomodarse, con la fingida dificultad   que exige el decoroso papel de abuelo, extendió el brazo para enderezar el cuadro que se había inclinado hacia la cabecera. Era un óleo en cuyo ángulo superior se entreabría una ventana por donde se deslizaba una rama de rosal doblegada bajo el peso de tres grandes flores rojas.

-Tienes que oírme en silencio y sin burlarte -dijo la niña en tono autoritario, arrebujándose en las mantas.

El abuelo le tocó la frente y le acomodó un mechón de cabellos regados sobre la almohada; se sentó y se quedó inmóvil, el puño bajo el mentón, como un grande pensador.

-Verás, abuelo. Soñé que después de la escuela iba una niña de regreso a su casa...

Conforme relataba, los ojos de la pequeña ardían casi fuera de las órbitas; los de él, en cambio, se entrecerraban a propósito para que ella le tirara del brazo a que no cabeceara.

- ¡No! €“insistía él-. Te estoy oyendo.

El relato era vívido, pero fluía tan aprisa que el abuelo se esforzaba en ordenar las escenas mentalmente, sin perder ni un detalle. Fijando la atención en el relato que brotaba con tanta gracia, escuchaba maravillado, sin imaginar que para volver a contarlo debería poner en secuencia lo que en el sueño era todo simultáneo.
 
La niña soñada esa noche por la nieta se había internado por un sendero recién abierto en un bosque de hojas azules. Al saltar un arroyo, había caído sobre unas matas entre las cuales rozó con algo que destellaba con un fulgor que no era el de las gotas de rocío dormidas sobre la hierba. Dominada por la curiosidad, había extendido la mano hasta dar con algo frío como un pedazo de hielo, con facetas que brillaban bajo la luna.  
 
-Era como un pedazo de estrella €“aclaró la nieta.

La niña soñada en el sueño de la nieta había tomado el objeto con cuidado, apretándolo con toda la fuerza durante el camino de regreso.   Una vez en la habitación, se había puesto a observarlo entusiasmada. Mirándolo a contraluz, se dejaba ver la presencia de una media luna gris con un reflejo plateado. La niña creyó   que debía eliminar esa mancha y la refregó una vez y otra vez; pero mientras más ganaba la piedra en transparencia, la mancha con su luz negra se concentraba en el fondo.   En ese momento había entrado providencialmente el abuelo. Al observar la pieza, la había tomado con precaución, mirándola por encima de las gafas que se equilibraban en la punta de la nariz; la acercó y la alejó estirando y recogiendo lentamente el brazo. "Es una piedra que solo hay en el paraíso". Como ella había porfiado en eliminar la mancha, "Vuelve a mirar €“le convenció-. Verás que el mayor encanto proviene de la mancha que arde en su interior". En el instante en que la niña, de la mano del abuelo, se dirigía a devolver la piedra a su lugar, porque era piedra del paraíso, la nieta se había despertado.

- ¿Qué significará mi sueño, abuelo?

-Pues que los dos hemos viajado anoche al paraíso.

- ¿Y la piedra preciosa?

-Probablemente representa el alma de los bienaventurados.    

- ¡Ah!, tú siempre con tus almas, abuelo €“dijo, fijando la mirada en la rama del rosal doblegada bajo el peso de tres grandes flores rojas.

-Sí. Y voy a contar tu bello sueño porque a todos nos enseña que el valor de las personas pudiera ser el reflejo de sus manchas interiores.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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