Por Yolanda Reinoso
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Llegamos a inicios del verano: junio, y aún así el aire es fresco, casi frío si sopla el viento y a pesar de que el sol brilla desde muy temprano, se puede ver desde la carretera la nieve brillando en la cima de los Alpes que a menudo acaban en fina punta. Hay que tomar un tren, pues el ingreso en coche al precioso pueblo suizo de Zermatt está vedado. Uno imagina que la gente del mismo debe vivir como alejada del mundo, ya que después de todo el ruido de los motores es inevitable en todas partes. Mas, en realidad, el mundo llega a Zermatt: le sobran turistas que arriban ávidos de ese paisaje reproducido en calendarios y que nos confunde porque sus colores son tan intensos que, hasta que no lo hemos visto en la realidad, creemos que es sólo un truco de los tantos que pueden hacerse con la tecnología digital.
Desde el tren, se ven postales de verdad: pastos tan verdes como el crayón más encendido de una caja, cascadas blanquísimas, el cielo azul como el de los dibujos de los niños, los Alpes como una aparición imposible por su imponencia y su belleza tan estilizada. Y es que los paisajes de Suiza tienen esa limpieza que casi parece artificial a ratos, y sobre la que a menudo se bromea de un modo prosaico al decir que pareciera que allí las vacas no hacen sus necesidades; parte de ello es la luz solar esparcida ampliamente sobre llanuras extensas, la presencia del agua fresca y no contaminada, de forma que es la naturaleza pero también su preservación.
Al llegar a Zermatt, un pueblo de casas con fachadas de balcones que desbordan de flores coloridas, se percibe ese aire germánico en los molduras de madera que revisten las fachadas entrelazándose y formando arcos, cuadrados, triángulos, convirtiéndolas en viviendas preciosas que invitan por lo acogedor incluso desde afuera. Los minibuses que circulan no hacen ruido alguno porque son eléctricos, y mucha gente transporta sus cosas en carrozas tiradas por caballos, que van de un lado a otro por esas calles donde los negocios de familia abundan y ofrecen queso fresco, jaleas preparadas en casa con frutas de la zona, chorizos y otras variedades de cerdo ahumadas. Un pueblo hermoso de costumbres rústicas y una vista imponente.
Y es que Zermatt tiene como fondo una montaña cuya forma casi piramidal, conocida como Matterhorn (o Cervino por el pueblo italiano al que dirige una de sus caras), atrae porque sobresale como un vigilante de las alturas. Así que no podemos esperar, y el mismo día de la llegada, subimos en teleférico, viendo cómo el suelo va quedando cada vez más abajo, mientras ascendemos a una altura que se traduce en 3260 metros de precipicios que no parecen tener fondo. Al llegar al paradero, llamado HÁ¶rnli Hut, se puede ver esta montaña como si estuviera tan cerca, frente a uno, cual si fuera cuestión de caminar unos cuantos minutos para tocar sus faldas, pero es sólo una ilusión, porque el lado norte que mira hacia Zermatt, tiene 1200 metros de altura y escalarlos es una aventura que ya ha terminado en tragedia muchas veces.
El paradero ofrece la facilidad a los que no estamos preparados para escalar, de observar la imponente roca nevada desde varios puntos. De un lado es menos plana que de frente, del otro muestra con mayor claridad las irregularidades de su camino ascendente y de la peligrosidad empinada del mismo, del lado Norte parece tan lisa como un lienzo. Al pie del Matterhorn, se forma un lago helado en verano que hace las veces de su espejo. Respirar el aire a esa altura se dificulta pero su frescura es innegable. Es una maravilla natural y un ejemplo de lo que puede hacer un pueblo organizado y consciente cuando está abierto al turismo pero no a sacrificar por ello la limpieza de su aire, su agua o la belleza del paisaje, pues éste sufriría también si no fuera por la política de protección de la zona.
Créame: ver una postal del Matterhorn o de Zermatt es como estar ahí; es así de nítido también en la realidad.