Por Marco Tello

 

Marco Tello
Creer que la difusión de Los Simpson o que la transmisión de una corrida de toros son la fuente de la violencia social está bien para pensarlo y sostenerlo
en el fuero interno, muy personal, pero levantar sobre esta puerilidad un código de comportamientos y sanciones es una inconcebible arbitrariedad

Es un hecho preocupante el que los ciudadanos nos vayamos habituando a escuchar con demasiada frecuencia frases al tenor de "Va porque va" como argumentación contundente para fundamentar ciertas decisiones oficiales. Tales expresiones vacías de contenido suenan desfasadas y por lo general ofensivas, en un tiempo en que debería suponerse que las decisiones en el ejercicio democrático del poder han de sustentarse en razones consensuadas, asimiladas, compartidas. Son desfasados aquellos términos porque corresponden a posiciones autoritarias que creíamos superadas hace cosa de treinta años; y son ofensivas porque hieren a la razón. Esta forma jupiterina de responder a determinados sectores ciudadanos que se sienten inconformes o lesionados por alguna decisión gubernamental es sumamente peligrosa; torna triviales las ofertas de la revolución ciudadana a las que seguimos porfiadamente confiados aún después de ver casi desperdiciado nuestro voto; caricaturiza a sus predicadores; aunque el peligro mayor radica en que van abonando el terreno del caos donde florece el temor, la sorda rebeldía y da sus frutos ciegos la arbitrariedad.
Parece que la tendencia autoritaria que se esconde tras el detestable sonsonete del "Va porque va" €“consigna tonta y despreciable- es también la fuente de inspiración de otros jóvenes inexpertos que hoy tienen a su cargo el manejo en áreas importantes de la gestión gubernamental. Creer que la difusión de la serie de los Simpson en el espacio televisivo de un canal o que la transmisión de una corrida de toros son la fuente de la violencia social está bien para pensarlo y sostenerlo en el fuero interno, muy personal, pero levantar sobre esta puerilidad un código de comportamientos y sanciones es una inconcebible arbitrariedad, mientras la vivencia real se da en un campo donde cada día se ensangrientan las calles, las plazas, y a menudo se quema vivas a las personas sospechosas de un delito. Así pues, el ingenuo y colorido celofán de luchar contra la violencia, en que vienen envueltas ese tipo de resoluciones que preocupan a los medios, no impide mirar que   las   medidas   apuntan   a   la     intimidación,

 
cuando no al silenciamiento de los espacios de comunicación que se aparten de las verdades oficiales. violencia, en que vienen envueltas ese tipo de resoluciones que preocupan a los medios, no impide mirar que las medidas apuntan a la intimidación, cuando no al silenciamiento de los espacios de comunicación que se aparten de las verdades oficiales.
¿Qué se le puede decir a un hijo cuando éste mira en la pantalla a una persona mayor que le toma por el cuello a un niño?, ha argüido en apoyo de sus resoluciones el joven funcionario responsable de la adopción de tales medidas, y lo ha dicho con una candorosa puerilidad que arranca el corazón. Pero si al tenor de esas sensiblerías se va a decidir sobre lo que a los ecuatorianos nos conviene ver u oír a través de los medios, pronto estos tendrán que contentarse con presidir en la pantalla el antiguo rezo del santo rosario, y volveremos así a los bucólicos tiempos en que la familia que rezaba unida permanecía siempre unida.
Pero antes de consagrarnos a vivir con la plegaria a flor de labios, convendría cuando menos que gobernantes y gobernados reflexionemos si la violencia no está al otro lado de la pantalla; esto es en la vida real; de modo que no resultarán del todo eficaces, sino ilusas o ilusorias las acciones encaminadas a evitar que los medios reflejen de algún modo esa realidad; además, aun a las almas piadosas y sensibles les resultará más soportable la miseria humana vivida en el espejo que no en la cruda y cotidiana realidad. Sin embargo, ya puestos en el mismo plano sentimental de los sabios inquisidores oficiales, convengamos también en que tan lacerantes como las imágenes prohibidas en la pantalla resultan las actitudes de otras familias Simpson que en este mundo real copan espacios de mayor audiencia y hieren no solo la sensibilidad sino la paciencia de los conciudadanos, fomentando la incertidumbre con sus incontinencias verbales. ¿Se han puesto a pensar los censores oficiales sobre qué les podrán decir a sus tiernos hijos los miles de padres de familia tildados todos los días, pública y temerariamente, de mediocres?
 
 

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