Por Yolanda Reinoso
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El coche se detiene en una zona arenosa, donde se alza imponente el coloso dorado de un joven Buda sentado, al que miramos con la sensación de estar soñando; estos lugares nos han sido siempre tan lejanos en distancia como en asimilación intelectual. Tras este edificio de construcción reciente, que es el Templo Dorado, hay un precioso sendero de piedras, rodeado de naturaleza, el cual se atraviesa entre cantos de pájaros y gritos de monos que juegan a quitarse la comida. Al llegar a la entrada al Templo de la Cueva, nos quitamos los zapatos. La ubicación del lugar, lejos del ruido de motores y zonas pobladas, le imprime ese misticismo silencioso que debe observarse en todo templo budista. Por sus alrededores, se ve caminando a monjes, con la cabeza gacha, sus ropajes naranjas y una sonrisa en el rostro que nos hace imaginar su vida apacible, dedicada al pensamiento sobre la vida terrena y al desapego de las huecas cosas materiales.
Entramos en la primera de las cinco cuevas. El aire adentro es fresco, huele a flores que se hallan esparcidas alrededor de las estatuas de Buda que, en este país, se representa mayormente en su juventud, en varias poses: la de loto que todos conocemos, recostado de lado, incluso de pie, con la palma de la mano izquierda en señal de disposición a la charla intelectual. Hay pinturas en las paredes de la cueva, representando las etapas de la vida de Buda, y los colores son siempre intensos, alegres, de preferencia el amarillo y el rojo. Los grupos de estatuas se repiten uno tras otro y a cada paso uno se maravilla de estar en un sitio que data del siglo I AC, y al cual las generaciones han ido añadiendo símbolos de su cultura de pensamiento, pues el budismo no es una religión como tal, ni una corriente ni una filosofía, es como dicen los monjes mismos, una forma de ver el mundo, una práctica diaria que implica trabajo mental sobre los sentimientos dañinos que todo ser humano abriga.
La estatua más impresionante es la que mide 14 metros de largo y que ha sido esculpida de la roca de la cueva misma, con ese rostro joven antes descrito, cubierta de flores como ofrendas al hombre que hizo de su lucha interior un legado seguido hoy por muchos. En la segunda cueva, hay 40 estatuas de Buda sentado y 16 de pie, pero lo que llama la atención en ésta es la presencia del dios hindú Vishnu, en una estatua del siglo XII y a quien los budistas de Sri Lanka han asumido como uno de los venerados debido no sólo a la creencia del amparo prestado por este dios a Buda en su visita a la isla, sino como muestra de la historia del lugar, donde tanto el budismo como el hinduismo se encuentran en una suerte de hermandad basada en la búsqueda de la paz interior y de la dominación de las ansiedades causadas por la vida en la Tierra.
Este templo, silencioso y limpio, de aromas naturales, da esa sensación de recogimiento de nuestras iglesias católicas con su olor a incienso y a velas consumiéndose. Ahí también, las voces retumban si se habla muy alto porque su esencia es el silencio. El sitio es Patrimonio de la Humanidad y visitarlo es llegar a un santuario de tranquilidad donde la vida parece descomplicarse.
Valga como recomendación: iniciar o volver a la lectura de Sidhartha, por Hermann Hesse, es también una manera de visitar esa forma de existencia.