Por Marco Tello

 

Marco Tello
Ahora la estrella se ha colocado allí, a su alcance; con sólo llegar hasta la última rama que oscila con el leve movimiento del árbol, podrá tocarla. Sin detenerse a pensar, se abraza al grueso tronco ennegrecido en la base y empieza a trepar

La colina aparece dibujada sobre un manto de niebla. La pequeña ha coronado la cumbre en el lugar que era una mancha de tinta verde cuando ella abandonaba los juegos sin aviso para mirar el paisaje. Ahora, el corazón se le llena de gozo al ver que la mancha se ha convertido en un bosque alucinante que desafía al abismo. Las luces de la ciudad encienden el follaje que se refleja en la noche sobre la superficie de un lago. Un árbol en particular le llama la atención porque se eleva muy enhiesto sobre los demás; es tan alto que al mecerse roza el cielo con el extremo de una rama cuyas hojas acarician una estrella que parpadea sobre el encanto del bosque.
Esta luz le resulta familiar porque es la misma que mirada desde su casa brilla con tal intensidad que deslumbra y engaña a la visión porque se la ve más próxima cuanto más se desdibuja en el   horizonte.  
Pero ahora la estrella se ha colocado allí, a su alcance; con sólo llegar hasta la última rama que oscila con el leve movimiento del árbol, podrá tocarla. Sin detenerse a pensar, se abraza al grueso tronco ennegrecido en la base y empieza a trepar. Cargando el peso del cuerpo sobre los muslos, se encoge para cobrar impulso, centímetro a centímetro, confiada en el vigor de los brazos. Mientras avanza, recuerda la infantil preocupación de su madre, siempre en alerta junto a ella, vigilante, para decirle   "mira en dónde pisas", "mira lo que haces", cuidando de que no se golpee contra la mesa, de que no hunda el pie en un agujero o se venga abajo desde la azotea, como si aún fuera bebé. Ahora se siente libre y dichosa, suspendida con un pie en el aire, liviana como un ángel. De vez en cuando asciende con el rumor de la noche el mugido de un buey, un alegre rebuzno, el vuelo desorientado de un insecto sonámbulo.
Se balancea   a varios metros del suelo cuando la dura corteza se sacude como la piel de un potrillo indomable. ¿Se estremece el árbol aguijado por la brisa o es el ímpetu acelerado de su propio corazón? El momentáneo sobresalto provoca un respiro y ella mira hacia abajo, hacia el abismo, sin querer. El asiento del

árbol se arranca de raíz y gira alrededor de su cabeza; el suelo estalla y da vueltas vertiginosas; una catarata de luces se desata en mil bombillos de colores. "Es el vértigo", suena una voz interior. Asida del árbol, recuerda la vez en que rodó por la escalera practicada al fondo de un corredor, recuerda la vez en que fue salvada del estanque al que había caído al perseguir una luz en la superficie del agua. Aún era entonces un bebé. Ahora vuelve la cabeza hacia la copa del árbol y comprueba con alivio que las cosas en el firmamento siguen en su lugar, La estrella se enciende y se apaga, aún distante, pero le envía un rayo tibio de luz por el filo de una rama. "Un poco más, y la podré tocar", piensa jubilosa, anhelante, y reanuda el ascenso sin mirar atrás. Con la blusa inflada por la brisa, cabecea como un globo al impulso de la llama que arde en su interior.    
Por fin, casi al borde del desfallecimiento, en un instante de felicidad que parece eterno, logra coronar su ambición y bambolearse sobre el abismo, en la punta del árbol. Pero se siente demasiado fatigada por el esfuerzo para disfrutar a plenitud de su victoria. Se abate el cansancio sobre el cuerpo, no sobre el alma; los párpados se cierran y ella se sumerge en el lago azul del sueño. Lo último que recuerda, al despertar, es que la estrella brincaba en su mano.
Al abrir bien los ojos, lo primero que ver es el resplandor de una estrella sobre la punta de un árbol. Allí, junto a la chimenea, está el arreglo navideño trabajado amorosamente el día anterior en compañía de su madre. Las dos habían distribuido los montes sobre un abismo para acomodar en el pesebre al asno, al buey, a los ángeles risueños; habían iluminado las ventanas diminutas de las casas dispersas por el valle, junto a un espejo que se extendía como un lago; las dos habían trazado los senderos de aserrín y habían modelado la nube de algodón sobre el cielo diáfano. Pero quien había pintado con tinta verde el bosque, era ella; quien había colocado en lo más alto la estrella brillante, era ella, lo último que recordaba antes de quedarse dormida al pie del árbol.

 

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