Por Marco Tello

 

Marco Tello
¿Qué celebramos este 10 de agosto con tanto bombo y platillos? Celebramos el bicentenario de una gesta sin la cual no hubiera habido un 2 de agosto de 1810. Si en esta fecha última, la tropa realista no hubiera asesinado a muchos jefes de la insubordinación en sus celdas y no hubiera masacrado al pueblo quiteño en las calles, ese 10 de agosto habría tenido menos relieve en los anales de la independencia americana

Empecemos por preguntarnos si fue popular el levantamiento que llevó a declarar insubsistente al gobierno de la Audiencia de Quito, cesando a sus magistrados y creando en su lugar una Junta Suprema. ¿A quién representaban los conjurados que fueron elegidos por los barrios quiteños para integrar el nuevo gobierno? Quizás la respuesta pueda hallarse en el solo recuento de sus ilustres nombres; así, por el barrio de la Catedral, los Marqueses de Selva Alegre y Solanda; por el de San Sebastián, don Manuel Zambrano; por el de San Roque, el Marqués de Villa Orellana; por el de San Blas, don Manuel de Larrea; por el de Santa Bárbara, el Marqués de Miraflores; por el de San Marcos, don Manuel Matheu. El historiador cuencano Alfonso María Borrero, luego de nombrar a trece personas connotadas que la noche del 9 de agosto de 1809 urdieron el plan de la insurrección en casa de doña Manuela Cañizares, agrega que también estuvieron presentes muchas otras personas del pueblo; aún así, no se sabe a ciencia cierta si estas personas del pueblo fueron convocadas a la casa de la noble matrona o si formaban parte de la fiel servidumbre.    
Otra inquietud que surge en medio del riesgo que conllevaba el alzamiento es determinar cuál fue la función primordial encomendada a la Junta Suprema. La respuesta consta en la propia acta firmada en el Palacio Real de Quito, el diez de agosto de 1809. A la Junta se le encomendó el ejercicio interino del poder, en representación del legítimo soberano, Fernando Séptimo, mientras el rey recupere la Península -ocupada por las tropas francesas desde marzo de 1808- o viniere a imperar en América, como fue su fallida voluntad. A tono con este encargo provisorio, era obligación de la Junta " sostener la pureza de la religión, los derechos del Rey y los de la Patria y hacer la guerra mortal a todos sus enemigos, principalmente franceses, valiéndose de cuantos medios y arbitrios honestos le sugiriesen el valor y la prudencia para lograr el triunfo".
En el mentado documento, consta expresamente la organización administrativa que asumiría el nuevo Estado, pues los nobles confabulados lo habían   planificado todo al detalle, sin olvidar, por supuesto, lo tocante a las remuneraciones y a las fórmulas de tratamiento. Encabezaría el gobierno un Presidente, con seis mil pesos anuales; tres ministros, uno de negocios extranjeros y de guerra; otro, de gracia y justicia; un tercero, de hacienda, todos ellos con dos mil pesos de sueldo. Al secretario particular se le asigna una renta de mil pesos; al Auditor General de Guerra, mil quinientos. Para asegurar el respaldo del cuerpo militar, que había dado apoyo a la sublevación, se decreta el aumento de la tercera parte sobre el sueldo que en ese momento percibían los soldados y oficiales. La administración de justicia estaría a cargo de un senado con dos salas, la civil y la criminal, a cuyos ministros se les asignan mil quinientos pesos anuales. Se nombra un Protector General de Indios, con el sueldo correspondiente a senador. En cuanto a los tratamientos, las fórmulas van según el rango de la función, desde Majestad, Alteza Serenísima, Alteza, Excelencia, Usía Ilustrísima, hasta Señoría.
Interés especial revisten las formalidades previstas para la instalación del nuevo gobierno. Se dispone que el Presidente haga solemne juramento de obediencia y fidelidad al Rey en la Catedral €“se lee en el acta de la Independencia- y lo hará prestar a todos los cuerpos constituidos, así eclesiásticos como seculares. Este ceremonial tuvo lugar,   en efecto, siete días después, el 17 de agosto. Los severos integrantes del nuevo gobierno prestaron juramento ante la imagen de Cristo Crucificado y prometieron que en su cometido estaban dispuestos a derramar hasta la última gota de sangre. Para algunos de ellos, la promesa resultaría ser un acto de funesta premonición.
Pero, volviendo al tema inicial, si no se trató de un levantamiento popular, cabe preguntarnos por el papel que desempeñó el pueblo mientras todo aquello acontecía como si frente a él nada estuviera sucediendo. Según Carlos Landázuri Camacho, en su estudio sobre el tema (en "Nueva Historia del Ecuador", volumen 6), el pueblo quiteño asistía como curioso espectador.  

 
La insurgencia era protagonizada por un grupo de nobles comprometidos con una causa que en el fondo defendía sus intereses de clase. En síntesis, se trataba de recuperar para Quito la importancia política, social y económica arrebatada a lo largo del siglo XVIII por un proceso de centralización que benefició a los virreinatos del Perú y Santa Fe. Seis y siete años antes de la proclama libertaria, había exacerbado el ánimo de los quiteños el recorte de la jurisdicción territorial, con lo que se extremaba la subordinación a Lima. Las medidas venían a dificultar el libre flujo de los productos por las rutas comerciales, con grave detrimento de los intereses económicos de la aristocracia criolla; de modo que la invasión napoleónica a la Península ofrecía una ocasión providencial para liberar a Quito del oprobioso sometimiento al poder virreinal. En este sentido, fue un movimiento auténticamente quiteño; el proyecto había madurado a lo largo de varios años hasta cobrar forma definitiva en la noche del 9 de agosto de 1809, y ser proclamado al siguiente día.
Pero, siguiendo el juicio del mentado historiador, se trataba de un pronunciamiento que en un principio no consiguió entusiasmar a las clases populares quiteñas; peor aún obtener el respaldo de las demás provincias. Popayán, y sobre todo Guayaquil y Cuenca se hallaban geográficamente muy distantes, desatendidas; estaban segmentadas en lo económico -como seguirán estándolo durante buena parte de la vida independiente- alrededor de intereses regionales. Para colmo, entraron en conflicto las ambiciones de los caudillos del incipiente movimiento libertario; por un lado, los partidarios del Marqués de Selva Alegre; por otro, los del Marqués de Villa Orellana, en posiciones irreconciliables que, durante la etapa subsiguiente, llevarán a la derrota en el campo militar y, en lo político, al fracaso de la primera Constituyente que, reunida en 1812, se desvaneció sin pena ni gloria en discusiones intrascendentes en torno a la distribución de cargos en la administración pública. Esta enconada rivalidad entre bandos que defendían el interés de los marqueses bien podría tomarse como el pecado original con que años después vendrá al mundo y sobrevivirá hasta hoy nuestra República.
En cuanto a la población indígena, el estado de sometimiento a que la había reducido el coloniaje no le dejaba distinguir, entre los intereses de sus amos, alguna posibilidad de redención; estaban frescas, además, las escenas de crueldad con que los españoles habían sofocado toda rebelión indígena, en especial la de Túpac Amaru, que terminó, veinte y ocho años atrás, con el líder estirado en la plaza pública por cuatro caballos bajo el viento y la lluvia. De modo que la primera actitud fue de apoyo a la causa realista, como ocurrió en las dos fracasadas expediciones de los patriotas contra Cuenca, en 1811 y 1812, según cuenta Borrero. A la primera, comandada por Carlos Montúfar, opusieron tal resistencia los indios de Juncal, que el gobernador realista Melchor Aymerich les condecoró por su valor y fidelidad a la Corona. La segunda, a cargo del patriota Francisco Calderón, partidario del marqués de Villa Orellana, se encontró en Paredones con una   multitud de indios que hacían rodar enormes piedras sobre las tropas expedicionarias.
Así las cosas, solo queda una preocupación final: ¿qué celebramos, entonces, este 10 de agosto con tanto bombo y platillos? Nos atreveríamos a afirmar que celebramos el bicentenario de una gesta sin la cual no hubiera habido un 2 de agosto de 1810. Si en esta fecha última, la tropa realista no hubiera asesinado a muchos jefes de la insubordinación en sus celdas y si no hubiera masacrado al pueblo quiteño en las calles, el 10 de agosto de 1809 habría tenido menos relieve en los anales de la independencia americana. El bautismo de sangre ungió a los nobles criollos como próceres de la emancipación. Ardió tan en alto la llama de su rebeldía, que inflamó de inmediato el corazón de toda América. No hubo un pincel de Goya que perpetuara la matanza; pero hubo una espada, la de Bolívar, que se desenvainó para vengarla.  
 
 
Matanza a los patriotas el 2 de Agosto de 1810
 
Fusilamiento del 3 de Mayo a los patriotas en España, cuadro de Goya

 Matanza a los patriotas el 2 de Agosto

de 1810 en Quito. (Historia del Ecuador, Salvat)

 

 Fusilamiento del 3 de Mayo a los

patriotas en España, cuadro de Goya

 

 

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