Por Marco Tello
| A la elevación de la temperatura en la atmósfera terrestre le correspondió un descenso del calor humano, acompañado de un asombro reprimido, un indiferente dejarse llevar por la certidumbre de que nunca en la historia el hombre había experimentado la ilusión de encontrarse en un mundo que de tanto estar presente y cercano se tornaba, en la vivencia diaria, inalcanzable, lejano |
Observado el panorama mundial desde la distancia, se puede afirmar que una de las consecuencias del acceso universal a las tecnologías de la comunicación, a fines del siglo XX y comienzos del XXI, fue el congelamiento global en las relaciones individuales y en las formas de comportamiento social. En medio de la creciente deshumanización, transcurría sin dejar rastro la existencia de cada ser humano, que se perdía sin remedio en el oscuro laberinto de la premura, el breve goce sensorial; en suma, la frivolidad. Se habían acortado ciertamente las distancias, pero a costa del alejamiento de lo próximo; de modo que a todos les resultaba familiar lo remoto, en tanto que lo propio se abandonaba a la trivialidad y al folclor. Sin embargo, en una renovación intermitente de un juego inútil, sin sentido, conforme lo suyo se distanciaba, volvía a su vez a cobrar bulto y familiaridad en la nota fugaz de los periódicos, en el relumbrón de la pantalla. Los medios de comunicación eran los encargados de entretejer deliberadamente aquella intrincada urdimbre de frivolidad. Esto ocasionó, por ejemplo, que los problemas cotidianos y las miserias hogareñas se redujeran a la nada frente a las veleidades amatorias, a las excentricidades de los presentadores de la televisión, muchos de ellos convertidos en severos jueces o en indulgentes confesores. Alguien muy conocido en lo que entonces era nuestro país fue uno que transformó en confesionario el set televisivo, adonde acudían bobaliconamente obispos y mandatarios, ex maridos, embajadores y, por supuesto, deidades de la farándula. Se cuenta que innumerables suspiros se elevaron, sobre todo entre la audiencia femenina de esos años, cuando uno de los ídolos confesó ante el micrófono que en la selva de su vestuario serpenteaban mil corbatas de colores, en una muestra fehaciente de cómo andaban por entonces los ecuatorianos. Algún día se profundizará en las razones por las cuales a la elevación de la temperatura en la atmósfera terrestre le correspondió en esos tristes años un descenso inevitable del calor humano en la vida familiar, en el trato cotidiano; pero fue un descenso que vino acompañado de una suerte de asombro reprimido, de un indiferente dejarse llevar por la vertiginosa certidumbre de que nunca en la historia el hombre había experimentado la ilusión de | encontrarse inmerso en un mundo que de tanto estar presente y cercano se tornaba, en la vivencia diaria, inalcanzable, lejano. Esta rara sensación se agudizó en la patria de nuestros mayores porque los años iniciales de ese milenio modelaron el globo imaginario en el que aun los pequeños países se bamboleaban, creyendo formar parte de él, a pesar de ubicarse en una órbita distante de los centros de gravitación que se ubicaban en Europa y Norteamérica, cuando esas regiones aún estaban separadas por el océano. Sin embargo, la frivolidad de los años de bonanza hizo que nuestros antepasados demoraran en aceptar la frustración. Seguían con los ojos ilusionados, al principio un poco trémulos, pero reacios a comprender que se hallaban inermes frente al eclipse de su falso modo de vivir. Afortunadamente, fueron los jóvenes los primeros en percibir las señales del cambio necesario, inexorable. Diseñado sobre el egoísmo y la ambición, el modelo global que había pretendido normar la vida del hombre se mostraba fuera del orden de la naturaleza humana. Poco a poco, al reconocer la presencia del prójimo, se recobró el sentido, la proporción, y se logró forjar sobre la base de la solidaridad el perfil del nuevo hombre latinoamericano. Así se puso término a la ficción de prosperidad que se había agigantado como bola de nieve, alimentada por el alto precio internacional del petróleo. Mientras el precio se incrementó o se mantuvo más o menos oscilante, había alentado en la mente de nuestros tatarabuelos la idea de que era posible acortar distancias para instalarse con afeites más o menos decorosos en el mundo bastante imaginario del siglo XXI que, en realidad, no era el suyo. En ello andaban cuando eligieron el gobierno que eligieron a fines del año 2006. Poco después, cuando el suelo empezó a trepidar sacudido por el desastre financiero internacional, se vieron obligados a optar por el mal menor: o volver a confiar en quien antes habían elegido o preferir a uno de los personajes que imponían el folclor y la farándula sobre el tablado electoral. Ahora lo sabemos: de algún modo, estos eran cómplices o emisarios de los responsables del descalabro económico nacional. ¿Fue acertada aquella elección? Retomaremos el tema en una próxima crónica mensual. |