El liberal Luis Vargas Torres fue pasado por las armas por orden del gobierno conservador de Caamaño, mirando de frente a los verdugos y rechazando a los frailes que le exigían arrepentirse de sus pecados revolucionarios
En el Palacio de Carondelet resplandecían las mejores galas la noche del 19 de marzo de 1887 por el onomástico del Presidente José María Plácido Caamaño. Guayaquileño, llegó al mando del país luego que los conservadores traicionaran al general Eloy Alfaro en la Convención Nacional reunida tras derrocar al dictador Ignacio de Veintimilla. | En esa Convención destacó un joven diputado esmeraldeño, Luis Vargas Torres, quien defendió la libertad, la justicia, la igualdad entre los ecuatorianos, como derechos imprescindibles para imponer la paz en el país. Luchó por conseguir que la Constitución prohibiera la pena de muerte como sanción por delitos políticos, recurso del que tanto se abusó por aquellos tiempos de intolerancia y abuso de poder. |
Sobre todo, denunció los negociados desde la Presidencia de la República a través del contrabando, con la participación de familiares del mandatario usufructuando los mejores réditos del nepotismo. "El robo público tiene sus principales agentes en quienes debían exterminarlo y, por lo tanto, el Gobierno por su conveniencia y la de sus amigos, no aplica el remedio necesario para curar esos males y en vez de contener la vergonzosa explotación de las rentas nacionales, la impulsa, la patrocina y autoriza", proclamó.
Á‰l era aliado incondicional de Alfaro. En agosto de 1882 su hermano Clemente Concha Torres había muerto en un enfrentamiento contra la dictadura tiránica de Veintimilla, episodio que cambiaría el curso de su vida: vendió el próspero establecimiento comercial que tenía en Guayaquil y fue a entregar su dinero a Alfaro, que promovía, desde Panamá, la campaña para liberar al Ecuador de las garras de la corrupción y el peculado, sumándose a la lucha guerrillera a través de las montoneras alfaristas, para combatir la impudicia política reinante.
Exiliado en Panamá o en Lima, estudia intensamente, planifica y ejecuta sorpresivas acciones de lucha. Además, se ha iniciado en una logia masónica y refuerza su formación leal a los símbolos de la escuadra y el compás y a la filosofía de la mejor realización a través de la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres.
Aquella fiesta de cumpleaños, la noche del 19 de marzo de 1887, le permitía al Presidente Caamaño saborear el placer de uno de sus grandes triunfos políticos y militares: horas antes había estampado, con su firma, la orden de pasar por las armas a Luis Vargas Torres, que cayó prisionero el 7 de diciembre anterior en Loja, a manos de Antonio Vega Muñoz, jefe militar de Cuenca enviado a hacer frente a los alfaristas con los que el luchador había entrado en esa ciudad del sur ecuatoriano.
Torres y sus compañeros de armas derrotados en Loja habían sido traídos a Cuenca en medio de humillaciones y burlas, para someterlos a un Consejo de Guerra que constituye una de las acciones humanas y militares más vergonzantes de la historia ecuatoriana. Para asegurar la condena de Vargas Torres €“la de los demás miembros del grupo no interesaba realmente al señor Caamaño- , se envió desde Quito a quienes debían integrar el cuerpo "judicial", para tramitar el proceso a su gusto y capricho.
No fueron ajenos a la farsa del Consejo de Guerra cuencanos que podían evitar el sacrificio de un inocente, y nada hicieron: el Comandante Militar Antonio Vega se ausentó mientras los jueces deliberaban y Alberto Muñoz Vernaza, que lo subrogaba, adujo haber devuelto a la autoridad superior el mando la víspera del fusilamiento. La historia, en parte escrita por sus propias manos, ha sido generosa con ellos, al aceptar que la orden de ejecución vino de Quito. De los cuatro condenados a muerte, la sanción solo se aplicó a Vargas Torres.
Presionado en el reducto carcelario a pedir compasión del gobernante, él se resistió a hacerlo. La convicción de haber sido leal a su conciencia le impedía y de nada debía arrepentirse. El 15 de marzo, cuatro días antes de ser ejecutado, amigos suyos convencieron a los guardias en un plan para que fugara de la prisión, pero cuando todo estaba listo él se negó a hacerlo, ante el temor de represalias contra los compañeros: el tirano quería sangre y si no conseguía la suya, se salpicaría con la de cualquiera de sus compañeros.
La integridad moral del revolucionario Luis Vargas Torres, una lección para la humanidad y para la historia, es un blandón para quienes le llevaron al patíbulo a pesar de los argumentos que le protegían: la Constitución que juró respetarla el Presidente, se la aplicó ilegítima e irónicamente contra él, que había defendido con ardor en la Asamblea los argumentos para abolir la pena de muerte por razones políticas.
No obstante, por exigencia de compañeros liberales, envió un petitorio al Presidente para que le conmutara la pena, lo que obligaba a suspender la ejecución hasta que hubiera una respuesta, que nunca la hubo. "Tres días después €“dejó escrito Vargas Torres- nos pasaron a otro cuartel a los cuatro que fuimos condenados a muerte y, cuatro días más tarde me han puesto en capilla, separándome de mis queridos compañeros Nevares, Cavero y Pesántez. Una hora ha que pedí por favor me dejasen pasar mi última noche con estos amigos y se me ha negado ¡qué bárbaros son los conservadores!", se lamenta.
Mientras transcurre la fiesta por el onomástico presidencial, Vargas Torres agoniza en su celda. Con serenidad y fortaleza de ánimo que le dignifican escribe la carta de despedida a su madre, consolándola y explicándole su inocencia: "Aquellos insensatos que me matan por satisfacer una ruin venganza, creen contener el vuelo de la revolución con este crimen y no saben los infelices que lo que hacen es darle más aire y más espacio. ¡Quiera Dios, madre mía, que sea yo la última víctima que presencian los pueblos!", le dice.
En la madrugada del 20 de marzo, ante la proximidad del final, gana tiempo en escribir varias páginas a las que titula Al Borde de mi muerte, para demostrar el sustento moral de sus acciones revolucionarias y la vileza de los adversarios políticos cuyas órdenes acataron los miembros del Consejo de Guerra que le condenaron a la pena capital. Sicarios, con disfraz de jueces.
Amanece. Los batallones militares han ido a la misa de la Catedral más temprano que otros domingos y sus bandas interpretan melodías alegres, como presagiando un día de fiesta en la plaza central de Cuenca, frente a la cual se levantan el edificio del cabildo y el cuartel en cuyo calabozo espera el condenado. En la esquina suroriental del parque se ha armado una plataforma donde se ubican los niños y jóvenes estudiantes traídos a presenciar el espectáculo de matar a un hombre por defender sus ideales, el hereje que rechaza los pedidos de los frailes que le exigen arrepentirse de sus pecados revolucionarios y le amenazan con castigos infernales, el masón del que se predica engañosamente que es enemigo de Dios y de la religión católica.
Son las 8 de la mañana y por el portón municipal asoma el prisionero, vestido de negro, elegante, con el sombrero esmeraldeño en la cabeza. Columnas de soldados le acompañan al centro de la plaza antes de que el jefe de ellos le ordenara volver sobre sus pasos y ubicarse bajo un arco del edificio del cabildo.
Imperturbable, Vargas Torres tiene en alto la mirada y marcha como si en vez de ir al sacrificio concurriera a recibir un homenaje. Sus compañeros de prisión han sido también llevados a presenciar la muerte y al mirarlos los saluda y se despide blandiendo el sombrero con la diestra.
Los instantes transcurren como si se los sintiera cual gusanos en la piel y los espectadores los viven intensamente, frente al condenado al que miran y admiran con incrédula certidumbre, pues su imagen perdurará imborrable en el resto de sus vidas.
Vargas Torres, al fin, está frente al pelotón de fusilamiento y el militar que oficia la horrible ceremonia le ordena arrodillarse, de espaldas a la boca de los cañones. El héroe se niega a cumplir el mandato, dispuesto a mirar de pie y de frente a los asesinos en cuyas manos nerviosas tiemblan las escopetas.
Ante la serenidad de la víctima, los verdugos parecen aturdidos. Le piden dejarse cubrir los ojos con una venda y no lo acepta, como tampoco acepta apoyar su cuerpo al muro. Con la mirada en alto, en posición de firmes, el pie izquierdo adelante, los brazos cruzados sobre el pecho erguido, él mismo grita la orden de disparo.
Nadie parece respirar en ese momento silencioso que precede al estallido de las tres balas que atraviesan el pecho del mártir que se desploma, sangrante, mientras un rumor de confusa estupefacción, impotencia y cólera, brota como un gemido doloroso desde la aglomeración formada frente al edificio municipal.
Atado rápidamente a dos maderos, el cadáver es subido sobre los hombros de empleados oficiales expertos en crueldades sanguinarias de esta laya, para transportarlo a la quebrada Supag Huayco, fuera del cementerio, pues a los herejes se les niega el derecho a descansar junto a los muertos católicos, apostólicos y cristianos. La sangre salpica en el trayecto y cuando alguien condolido quiere cubrir el cadáver con un lienzo, se le impide hacerlo, pues parte de la orgía es la exhibición del "cuerpo del delito". Tampoco se acepta colocarlo en un ataúd donado por el poeta Miguel Moreno que, por respeto a la dignidad que tienen los hombres muertos, sean inocentes o criminales, quiere atenuar ante los ojos públicos la vergonzosa venganza oficial contra alguien que ya es menos que indefenso.
En Quito aún no termina la fiesta que se regala el Presidente por el onomástico. Caamaño sostiene en una mano de temblor amanecido de embriaguez, la copa desbordante para llevarla a los labios y paladearla con delectación morbosa, a la espera del telegrama anunciando la consumación del crimen que ordenó ejecutarlo con placer implacable.
Á‰l era aliado incondicional de Alfaro. En agosto de 1882 su hermano Clemente Concha Torres había muerto en un enfrentamiento contra la dictadura tiránica de Veintimilla, episodio que cambiaría el curso de su vida: vendió el próspero establecimiento comercial que tenía en Guayaquil y fue a entregar su dinero a Alfaro, que promovía, desde Panamá, la campaña para liberar al Ecuador de las garras de la corrupción y el peculado, sumándose a la lucha guerrillera a través de las montoneras alfaristas, para combatir la impudicia política reinante.
Exiliado en Panamá o en Lima, estudia intensamente, planifica y ejecuta sorpresivas acciones de lucha. Además, se ha iniciado en una logia masónica y refuerza su formación leal a los símbolos de la escuadra y el compás y a la filosofía de la mejor realización a través de la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres.
Aquella fiesta de cumpleaños, la noche del 19 de marzo de 1887, le permitía al Presidente Caamaño saborear el placer de uno de sus grandes triunfos políticos y militares: horas antes había estampado, con su firma, la orden de pasar por las armas a Luis Vargas Torres, que cayó prisionero el 7 de diciembre anterior en Loja, a manos de Antonio Vega Muñoz, jefe militar de Cuenca enviado a hacer frente a los alfaristas con los que el luchador había entrado en esa ciudad del sur ecuatoriano.
Torres y sus compañeros de armas derrotados en Loja habían sido traídos a Cuenca en medio de humillaciones y burlas, para someterlos a un Consejo de Guerra que constituye una de las acciones humanas y militares más vergonzantes de la historia ecuatoriana. Para asegurar la condena de Vargas Torres €“la de los demás miembros del grupo no interesaba realmente al señor Caamaño- , se envió desde Quito a quienes debían integrar el cuerpo "judicial", para tramitar el proceso a su gusto y capricho.
No fueron ajenos a la farsa del Consejo de Guerra cuencanos que podían evitar el sacrificio de un inocente, y nada hicieron: el Comandante Militar Antonio Vega se ausentó mientras los jueces deliberaban y Alberto Muñoz Vernaza, que lo subrogaba, adujo haber devuelto a la autoridad superior el mando la víspera del fusilamiento. La historia, en parte escrita por sus propias manos, ha sido generosa con ellos, al aceptar que la orden de ejecución vino de Quito. De los cuatro condenados a muerte, la sanción solo se aplicó a Vargas Torres.
Presionado en el reducto carcelario a pedir compasión del gobernante, él se resistió a hacerlo. La convicción de haber sido leal a su conciencia le impedía y de nada debía arrepentirse. El 15 de marzo, cuatro días antes de ser ejecutado, amigos suyos convencieron a los guardias en un plan para que fugara de la prisión, pero cuando todo estaba listo él se negó a hacerlo, ante el temor de represalias contra los compañeros: el tirano quería sangre y si no conseguía la suya, se salpicaría con la de cualquiera de sus compañeros.
La integridad moral del revolucionario Luis Vargas Torres, una lección para la humanidad y para la historia, es un blandón para quienes le llevaron al patíbulo a pesar de los argumentos que le protegían: la Constitución que juró respetarla el Presidente, se la aplicó ilegítima e irónicamente contra él, que había defendido con ardor en la Asamblea los argumentos para abolir la pena de muerte por razones políticas.
No obstante, por exigencia de compañeros liberales, envió un petitorio al Presidente para que le conmutara la pena, lo que obligaba a suspender la ejecución hasta que hubiera una respuesta, que nunca la hubo. "Tres días después €“dejó escrito Vargas Torres- nos pasaron a otro cuartel a los cuatro que fuimos condenados a muerte y, cuatro días más tarde me han puesto en capilla, separándome de mis queridos compañeros Nevares, Cavero y Pesántez. Una hora ha que pedí por favor me dejasen pasar mi última noche con estos amigos y se me ha negado ¡qué bárbaros son los conservadores!", se lamenta.
Mientras transcurre la fiesta por el onomástico presidencial, Vargas Torres agoniza en su celda. Con serenidad y fortaleza de ánimo que le dignifican escribe la carta de despedida a su madre, consolándola y explicándole su inocencia: "Aquellos insensatos que me matan por satisfacer una ruin venganza, creen contener el vuelo de la revolución con este crimen y no saben los infelices que lo que hacen es darle más aire y más espacio. ¡Quiera Dios, madre mía, que sea yo la última víctima que presencian los pueblos!", le dice.
En la madrugada del 20 de marzo, ante la proximidad del final, gana tiempo en escribir varias páginas a las que titula Al Borde de mi muerte, para demostrar el sustento moral de sus acciones revolucionarias y la vileza de los adversarios políticos cuyas órdenes acataron los miembros del Consejo de Guerra que le condenaron a la pena capital. Sicarios, con disfraz de jueces.
Amanece. Los batallones militares han ido a la misa de la Catedral más temprano que otros domingos y sus bandas interpretan melodías alegres, como presagiando un día de fiesta en la plaza central de Cuenca, frente a la cual se levantan el edificio del cabildo y el cuartel en cuyo calabozo espera el condenado. En la esquina suroriental del parque se ha armado una plataforma donde se ubican los niños y jóvenes estudiantes traídos a presenciar el espectáculo de matar a un hombre por defender sus ideales, el hereje que rechaza los pedidos de los frailes que le exigen arrepentirse de sus pecados revolucionarios y le amenazan con castigos infernales, el masón del que se predica engañosamente que es enemigo de Dios y de la religión católica.
Son las 8 de la mañana y por el portón municipal asoma el prisionero, vestido de negro, elegante, con el sombrero esmeraldeño en la cabeza. Columnas de soldados le acompañan al centro de la plaza antes de que el jefe de ellos le ordenara volver sobre sus pasos y ubicarse bajo un arco del edificio del cabildo.
Imperturbable, Vargas Torres tiene en alto la mirada y marcha como si en vez de ir al sacrificio concurriera a recibir un homenaje. Sus compañeros de prisión han sido también llevados a presenciar la muerte y al mirarlos los saluda y se despide blandiendo el sombrero con la diestra.
Los instantes transcurren como si se los sintiera cual gusanos en la piel y los espectadores los viven intensamente, frente al condenado al que miran y admiran con incrédula certidumbre, pues su imagen perdurará imborrable en el resto de sus vidas.
Vargas Torres, al fin, está frente al pelotón de fusilamiento y el militar que oficia la horrible ceremonia le ordena arrodillarse, de espaldas a la boca de los cañones. El héroe se niega a cumplir el mandato, dispuesto a mirar de pie y de frente a los asesinos en cuyas manos nerviosas tiemblan las escopetas.
Ante la serenidad de la víctima, los verdugos parecen aturdidos. Le piden dejarse cubrir los ojos con una venda y no lo acepta, como tampoco acepta apoyar su cuerpo al muro. Con la mirada en alto, en posición de firmes, el pie izquierdo adelante, los brazos cruzados sobre el pecho erguido, él mismo grita la orden de disparo.
Nadie parece respirar en ese momento silencioso que precede al estallido de las tres balas que atraviesan el pecho del mártir que se desploma, sangrante, mientras un rumor de confusa estupefacción, impotencia y cólera, brota como un gemido doloroso desde la aglomeración formada frente al edificio municipal.
Atado rápidamente a dos maderos, el cadáver es subido sobre los hombros de empleados oficiales expertos en crueldades sanguinarias de esta laya, para transportarlo a la quebrada Supag Huayco, fuera del cementerio, pues a los herejes se les niega el derecho a descansar junto a los muertos católicos, apostólicos y cristianos. La sangre salpica en el trayecto y cuando alguien condolido quiere cubrir el cadáver con un lienzo, se le impide hacerlo, pues parte de la orgía es la exhibición del "cuerpo del delito". Tampoco se acepta colocarlo en un ataúd donado por el poeta Miguel Moreno que, por respeto a la dignidad que tienen los hombres muertos, sean inocentes o criminales, quiere atenuar ante los ojos públicos la vergonzosa venganza oficial contra alguien que ya es menos que indefenso.
En Quito aún no termina la fiesta que se regala el Presidente por el onomástico. Caamaño sostiene en una mano de temblor amanecido de embriaguez, la copa desbordante para llevarla a los labios y paladearla con delectación morbosa, a la espera del telegrama anunciando la consumación del crimen que ordenó ejecutarlo con placer implacable.
Un acto en su memoria
La historia ha sido generosa con los responsables del crimen de Vargas Torres e ingrata con la memoria del personaje muerto por sus ideales. Al cumplirse los 122 años de la ejecución, la Gobernación del Azuay promovió un acto en su homenaje, la noche del 19 de marzo pasado.
Dentro de la ceremonia, se entregó las preseas Al mérito Ciudadano a Claudio Arias Argudo y Guillermo Sempértegui Jaramillo, directivos de la Cruz Roja del Azuay, en reconocimiento a sus servicios de voluntariado social por muchos años. También, a Luis Mosquera Araujo, uno de los primeros choferes profesionales de Cuenca, que además destacó en los años 40 del siglo pasado como extraordinario futbolista en el club Acción.
Fue lo único que se hizo en Cuenca para evocar la vida de Vargas Torres, singular personaje de la historia ecuatoriana que parecería ser aún víctima de la indiferencia hasta de los coidearios liberales de los que debería ser un símbolo. Como al parecer ya no existen, corresponde a los jóvenes valorar la historia y reconocer a sus héroes.
Dentro de la ceremonia, se entregó las preseas Al mérito Ciudadano a Claudio Arias Argudo y Guillermo Sempértegui Jaramillo, directivos de la Cruz Roja del Azuay, en reconocimiento a sus servicios de voluntariado social por muchos años. También, a Luis Mosquera Araujo, uno de los primeros choferes profesionales de Cuenca, que además destacó en los años 40 del siglo pasado como extraordinario futbolista en el club Acción.
Fue lo único que se hizo en Cuenca para evocar la vida de Vargas Torres, singular personaje de la historia ecuatoriana que parecería ser aún víctima de la indiferencia hasta de los coidearios liberales de los que debería ser un símbolo. Como al parecer ya no existen, corresponde a los jóvenes valorar la historia y reconocer a sus héroes.