Hacía mucho calor en la sala. Adelante se veía a la muchacha en medio de su tía, que era la denunciante, y del abogado acusador. A prudencial distancia se habían sentado el defensor y el acusado. Algunos familiares y un grupo de jóvenes con aspecto de estudiantes cuchicheaban.

Luego de las solemnidades de rigor, el Presidente del jurado dio inicio a la sesión:
-Así que se acusa a este hombre por haberle empujado con violencia a la señorita hacia el interior de la habitación y de haberla tirado al piso y que los gritos fueron ahogados por el ruido de los cohetes.
-Así es, su señoría -asintió el de la acusación, mientras extraía un pañuelo y se enjugaba el sudor.
La tía, campesina vigorosa, de mediana edad, se puso de pie de un salto, echó hacia atrás el pañolón y levantó la mano pidiendo ser escuchada.
-Exageraciones, señor abogado –prosiguió el jefe de los magistrados, ignorando a la reclamante, que insistía en pedir la palabra-. Si nos remitimos a los hechos –prosiguió- no se encuentra gravedad como para enjuiciarle penalmente al acusado y menos para condenarlo.
-Tiene la palabra el abogado de la acusación.
-Es que hay elementos de convicción suficientes para exigir justicia ante el crimen cometido en contra de esta joven -refutó enfáticamente, ya seguro de sí mismo.
-Pero… -se oyó a la mujer, exaltada, agitando las dos manos.
-Tiene la palabra el abogado defensor.
-No entiendo a qué crimen se refiere quien me antecedió en el uso de la palabra.
El Presidente se ajustó los lentes bifocales para intentar mirarles bien a los dos litigantes, en tanto las manos de la tía remaban inútilmente en el aire.
- ¡Me refiero al delito de violación!, señor Presidente.
Cundió por un momento un fuerte rumor en la sala. Los jóvenes concurrentes se miraban las caras, intrigados por el curso que tomaba la imputación.
- ¿Violación? –refutó indignado el defensor y se incorporó para continuar, casi machacando las palabras:
-Lo que ha afirmado la propia denunciante es que la sobrina había sido empujada con violencia hacia el interior de la habitación y tirada al piso, y que los gritos fueron ahogados por el ruido de los cohetes. Consta así en el documento.
- ¡Señor Presidente! –insistió la tía obstinada, y esta vez logró que la escucharan.
-Sí – accedió por fin la autoridad, paseando la difusa mirada bifocal por encima de los jueces:
-Que hable la tía–ordenó- y diga lo que tiene que decir. ¡A ver!, ¡hable, señora!
-Gracias, su señoría –empezó con aplomo inesperado la mujer-. Yo tengo que aclarar que nunca he dicho que este señor le había empujado a mi sobrina con violencia y que la había tirado al piso.
-Entonces, señora, repita exactamente lo que dijo en el momento de presentar la denuncia –le animó el Presidente en tono afable.
-Yo no he dicho que este hombre le había tirado al piso a mi sobrina, sino que la había tirado en-el-pi-so –enfatizó, silabeando-, con perdón de vuestras señorías y de los jóvenes presentes que han de saber lo que digo.
-Habiendo escuchado a la demandante, el jurado se retirará para deliberar sobre el caso -se excusó el Presidente; pero no bien hubo terminado de anunciarlo resonó con más vehemencia la voz de la mujer:
-Tampoco he dicho, su señoría, que los gritos fueron ahogados, sino silenciados, porque el acto no se dio en una piscina; ni he dicho por el ruido de los cohetes, sino de los cuetes, por cuanto lo que sonaba no era el ruido de los cohetes que van a la luna, sino de la cuetería que esa noche reventaba en honor de Santa Rosalía.
-El proceso se ha convertido en puro litigio de palabras –comentó uno de los magistrados.
-Igual que en el juicio de Bill Clinton por lo de la Lewinsky –corroboró el otro.
-Y veo que para la tía vamos a requerir la asistencia de la Real Academia –refunfuñó por lo bajo el Presidente, y abandonó la sala a paso lento.

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