Por Julio Carpio Vintimilla

 

No escribe bien quien quiere, sino quien puede… aquel que está bien dotado y bien preparado. La cualidad primera del escritor es el talento verbal y se lo posee o no se lo posee, lo cual significa que dicho talento -- recibido en una porción más grande que el promedio -- tiene una base sicosomática; como el talento musical, emocional, matemático o muscular…    

 
 
En cualquier caso, yo no debería lamentarme por ser un hombre de letras. Hay destinos más duros que ése, yo supongo.
J. L. Borges
 
 
Tome este libro, léalo y aprenda…, ¡pendejo!  Dice -- una celebrada anécdota --  que así le habló una vez Álvaro Mutis a su amigo Gabriel García Márquez. (En la Ciudad de México, el primero entraba en la casa del segundo.) Al saludarse, Mutis había lanzado al aire, desde una cierta distancia, un pequeño libro. Era la novela PEDRO PÁRAMO, de Juan Rulfo. / Bueno, este asuntito bien merece un comentario. En primer lugar, -- como en este caso -- los colombianos suelen ustearse cuando quieren dar un especial énfasis a sus palabras. En segundo lugar, los dos escritores amaban su oficio; y lo iban perfeccionando constantemente. En tercer lugar, Rulfo -- quien escribió muy poco -- era un reconocido perfeccionista; y, como tal, casi obsesivo en cuanto al contenido y la forma de sus textos. (Gracias a esta cualidad y defecto, el mexicano hizo una obra reducida, pero muy notable y muy significativa. Como Jorge Manrique…) En fin, detrás de la anécdota, se puede encontrar mucha materia sobre la escritura literaria; y, desde luego, sobre la escritura en general. Y, ahora, vayamos a lo nuestro de hoy. 
 
Escribir es fácil. De hecho, hasta los ineptos escriben. Usted, sin duda, alguna vez, ha debido leer a los poetastros, a los opinólogos, a los escribidores del relato rayuelesco o surrealista… Y no nos extrañaría, también, que haya conocido, por ahí, a alguien que sintió el famoso y convencional terror de la página en blanco. (Característico ejemplo de quien no tiene nada que decir, porque no preparó realmente nada…) Pero, por supuesto, escribir bien es difícil; y, ciertamente, escribir muy bien es muy difícil. ¿Obvio? Sí, más o menos obvio, pero no tanto… Recuerde, a propósito, que se necesita ejemplos suficientes para alumbrar y aclarar las generalizaciones. Y, siendo así, este punto va a quedar mejor ilustrado con una franca digresión: los gobernantes. Gobernar, en principio, es fácil. Con deplorable frecuencia, unos cuantos mandones y mandamases gobiernan, y desgobiernan, a las numerosas y pasivas gentes. Pero ser un gobernante sensato ya es difícil; y, desde luego, ser un estadista es muy difícil. Pocos políticos lo consiguen…  Y, retomando nuestro hilo, añadamos algo: El esfuerzo hace la diferencia entre los buenos y los malos escritores. (Si un buen futbolista debe “sudar la camiseta”, un buen escritor debe “sudar la pluma”.  Pero, claro, nunca faltará, al contrario, quien crea que tecleando de prisa el procesador de textos ya se está escribiendo…)
 
Y vamos, aquí mismo, a lo esencial. La escritura superior se da en un mundillo bastante misterioso y muy ingrato. Y uno de sus notables atributos -- poco reconocido, talvez -- es su exigente necesidad colectiva. La buena literatura es una especie de figuración, expresión y comprensión de las sociedades; algo así como su conciencia. Sin EL QUIJOTE, España estaría muy incompleta. No hay duda… Y, claro, sin Poe y sin Hemingway, los Estados Unidos no serían los mismos. Y la Argentina sin Borges… Y, en un sentido algo diferente, los revolucionarios socialistas, de comienzos del siglo XX, necesitaron el  estímulo de Gorki. Y, unas décadas después, -- cuando ya iba cediendo la fiebre leninista -- los libertarios del mundo captaron la advertencia que, sobre el totalitarismo, les hizo Orwell… Vaya, vaya… Pero, entonces,  ¿por qué Cervantes acabó su vida como el humildísimo mensajero de un convento de monjas?  ¿Y por qué Borges debió soportar el escarnio de ser removido de la dirección de la Biblioteca Nacional y ser destinado, como inspector, a un mercado de aves? (Sólo por excepción, Vargas Llosa  ha tenido la suerte -- igual: un poco tardía -- de amasar una fortunita y ser distinguido con un marquesado…) Y nadie sabe aún -- y menos los burocráticos funcionarios de la cultura -- cómo prevenir semejantes injusticias, cómo enderezar tales entuertos o cómo evitar esos feos desaguisados. Cosas, pues, del duro y caprichoso oficio de la palabra…
 
Escribir es fácil. De hecho, hasta los ineptos escriben. Usted, sin duda, alguna vez, ha debido leer a los poetastros, a los opinólogos, a los escribidores del relato rayuelesco o surrealista… Y no nos extrañaría, también, que haya conocido, por ahí, a alguien que sintió el famoso y convencional terror de la página en blanco. 
Y digámoslo sin más: No escribe bien quien quiere, sino quien puede. Es decir, aquel que está bien dotado y bien preparado. ¿Y por qué ocurre tal cosa? Pues, porque la cualidad primera del escritor es el talento verbal. Y, éste, se lo posee o no se lo posee.  Lo cual significa que dicho talento -- recibido en una porción más grande que el promedio -- tiene una base sicosomática; como el talento musical, emocional, matemático o muscular… Y sólo sobre tal base, ancha y larga, se puede colocar los abundantes ladrillos de la disciplina y el oficio. Y, así, -- tiempo, suerte y oportunidad mediante -- se podrá hacer una obra literaria valiosa… Y, en este punto, unos detallitos adicionales. El talento le permite al escritor juntar lo imaginativo con los vocablos; expresar lo nebuloso y lo misterioso del mundo; crear novedades y variaciones; elaborar las sutilezas; y alcanzar, en los casos más afortunados, el glorioso esplendor de las palabras… (Esta última, ¿es una expresión de César Dávila Andrade?) Bueno, en definitiva y a cabalidad: La obra literaria es la verbalización artística de ciertos imprecisos elementos, aparecidos en un subconsciente muy especial y muy rico.
 
¿Y se puede enseñar a escribir? Leonardo Valencia -- un escritor guayaquileño que vive en Barcelona, España -- es un buen conocedor de esta cuestión. Y es, al respecto, un optimista. No cree, como nosotros, que existe el don de la palabra. Afirma-- desde una posición más bien lateral --  que este supuesto es elitario. (Lo cual, desde luego, no basta para negar el hecho en sí o refutar nuestra versión.) Y cree que todos -- o casi todos, si así lo quieren -- pueden cultivar su talento verbal y refinar las técnicas de su escritura.  Y se pregunta, con bastante razón: ¿Por qué la escritura no se enseña, en las academias, como el canto, la danza o la pintura? (Aunque hay, en su dicho, una implicación inexacta: En las facultades de artes de los Estados Unidos, si hay, efectivamente, pequeños departamentos de escritura.) Bien, a Valencia se le podría responder lo siguiente: (1) El consumo de la producción literaria es minoritario, eventual y disperso. En otras palabras, la escritura no tiene, como el teatro, un público concreto; no tiene, diríamos, una salida profesional suficiente. (2) La disciplina y el oficio de los escritores son cosas muy individuales. Gabriel García Márquez lo expresó con toda claridad: La escritura es un oficio solitario. (Un vicio solitario…; -- ha dicho algún cínico.) (3) Las técnicas de la escritura se aprenden, en lo esencial, con la lectura. Un buen escritor tiene que ser, antes, un buen lector. (Aunque, ciertamente, un curso de redacción, un libro de estilo o una preceptiva pueden ser ayudas valiosas. Y aquí entran los discutidos y discutibles talleres literarios. Pero, estos, ya son, por sí solos, otro cuento.)
 
A terminar. ¿Una persona muy motivada por su trabajo y muy dedicada a él puede ser pobre…?  Sí; si es un escritor… Puede ser, en efecto, un hombre pobre; hasta un pobre de solemnidad. Pero rara vez, será un pobre hombre; porque el verdadero escritor debe tener un gran espíritu.  Y -- juguemos aquí con las palabras -- eso significa ser  nada menos que todo un hombre…       

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