Fotografía tomada durante la epidemia de gripe española de 1918. Una de las mujeres tiene un letrero que dice use una máscara o vaya a la cárcel. Alamy Fuente: eleconomista

La medicina eliminó en los últimos siglos letales dolencias humanas, pero microbios malignos que se reactivan esporádicamente silencian los vanidosos cantos triunfales, provocando el mismo pánico de las epidemias que en tiempos milenarios crearon mitos, supersticiones, dioses o demonios.

La lucha del hombre por dominar la naturaleza no ha terminado en el siglo XXI, por lo que sigue expuesto a reacciones con las que ella enfrenta a tan extraño cohabitante de la tierra que, a diferencia de todos los animales, no se le ha sometido, sino la desafía. Y no satisfecho con hostigarla, avasalla a sus propios congéneres, con guerras fratricidas, desde inicios de la historia, hasta hoy.

La conciencia de su finitud le indujo a empecinarse en prolongar su propia vida y a eliminar los sufrimientos de las enfermedades, con procedimientos que de lo mágico, a través de los tiempos, pasaron a la medicina, cuyos secretos son tan recónditos como su presencia en la tierra. En las tribus sedentarias hace diez mil años aparecieron los curanderos y ochocientos años antes de Cristo Homero, en La Odisea, elogia los adelantos médicos en Egipto.

El griego Hipócrates, nacido 460 años antes de Cristo, hizo valiosos aportes medicinales, empezando por dar preeminencia a la razón sobre lo mitológico y, posteriormente, con otro griego, Galeno, nacido en 130 de la era cristiana y ejerció la medicina en Roma, son pioneros en tratar las enfermedades como desequilibrios naturales y no el resultado de influencias sobrenaturales. El juramento hipocrático de quienes ahora se gradúan de médicos y el llamarlos a éstos galenos, evocan a esos personajes y sus valores éticos en el ejercicio de la ciencia médica. ¡Qué intemporales genios de la humanidad!

A la especulación cedió la experimentación. Las epidemias asolaron a la humanidad desde tiempos inmemoriales y han sido caldo de cultivo para investigaciones y adelantos de la medicina. La viruela, 1.600 años antes de Cristo, habría causado mortandades masivas de las que no han quedado registros, como 800 años después las paperas y 1.400 años después la lepra. La poliomielitis, el sida, son enfermedades recientes en la cadena de los siglos y más aún dolencias como el cáncer, el alzheimer y el COVID-19 que tiene en vilo a la humanidad en estos días.

Ya es hoy habitual e imprescindible caminar con las mascarillas para proteger la salud y la vida.

En lo que es hoy América Latina, con la conquista española llegaron las gripes, el sarampión, las viruelas, la tuberculosis, la sífilis y otras dolencias que diezmaron el Tahuantinsuyo, que de más de 14 millones habría reducido a un millón y medio los habitantes. Indefensos, sin resistencias fisiológicas a las extrañas pestes, los amos de su mundo milenario sufrieron contagios mortales propagados por los advenedizos europeos que, además, explotaron su fuerza y su vida en forma inmisericorde, en fundos desapropiados o en minas de oro saqueadas para llevar el codiciado metal, por toneladas, a España.

Las epidemias han provocado más muertes que todas las guerras de la historia. Y vale volver sobre Grecia y la Guerra del Peloponeso, 430 años antes de Cristo, que enfrentó a Atenas y Esparta. En plenos combates, apareció una epidemia –acaso fiebre tifoidea- causando la muerte de al menos la tercera parte de la población de la ciudad cuna de la cultura universal. Espantosas piras funerarias elevaban por sobre los muros de la ciudad las humaredas de los cadáveres incinerados. La historia da cuenta de que combatieron 32 mil soldados por cada bando y el saldo final fue de 16.800 atenienses y 5.700 espartanos muertos o heridos. Pero las víctimas por contagios remontarían muchos miles a esas cifras.

Y vino la decadencia del mundo griego, el esplendor del imperio romano y su expansión por el Mediterráneo, Mesopotamia y Medio Oriente. En el año 165 de la era cristiana legionarios que volvían de sus expediciones transportaron una peste de viruelas que mató a miles de personas y habría ayudado al apogeo bizantino, con Constantinopla como capital. Pero en 541 a esta gran ciudad asoló la fiebre bubónica, llamada Peste Negra, que se extendió por Asia, África y Europa, exterminando a millones de personas. Constantinopla, que en 527 tenía más de medio millón de habitantes, dos siglos después decrecería a cien mil.

Lo peor de la Peste Negra ocurriría siglos después, en 1348, cuando un rebrote llegó a Rusia luego de matar en China e India a veinte millones de gentes, para diezmar poblaciones enteras hasta 1352 en suelo europeo, donde habrían perecido treinta millones más de humanos. El escritor italiano Geovani Boccaccio alude en el inicio de El Decamerón a esta epidemia, de la que huyen diez jóvenes –siete mujeres y tres varones- para refugiarse en una villa fuera de Florencia, donde se cuentan historias de picardías y amores clandestinos, obra prohibida por la Iglesia, creación literaria previsora del fin de la oscura Edad Media y de la proximidad del Renacimiento. Eran tiempos en los que a las epidemias se las consideraba castigo divino cuyo remedio no tenía la ciencia, sino la religión, con sus rituales, procesiones y, por supuesto, contagios multitudinarios. No pocos pioneros de teorías científicas aún vigentes en el siglo XXI fueron destinados por la Santa Inquisición a las hogueras.

En los siglos XVI y XVII las pestes casi permanentes en Europa atacan con severidad a la península ibérica, acabando con la vida de 500 mil víctimas de sus catarros mortales, anginas membranosas y fiebre amarilla, pese a la limpieza rigurosa de sitios públicos, la eliminación de aguas estancadas y el aislamiento de los contagiados. En Madrid y otras ciudades se imponen cercos epidemiológicos con sanciones que hasta prevén la pena de muerte. Las cartas y documentos para la capital española son mojados con vinagre para limpiarlos de la contaminación. En 1649 mueren en Sevilla casi todos sus médicos por la epidemia incontenible.

Las pestes llegan a América a mediados del siglo XVI con los conquistadores españoles, propagándose velozmente la viruela, la tosferina, la fiebre amarilla y otras enfermedades que desconocía la población ajena a esas dolencias, y sin defensas biológicas ante el contagio inevitable. Varias ciudades americanas tienen memoria y documentación sobre grandes mortandades, sin estadísticas certeras.

El Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) apareció en los Estados Unidos en junio de 1981 y se convirtió en la pandemia letal más temible en las postrimerías del Siglo XX. Se propagó por el mundo y se concentró intensamente en África, donde estaría el 70% de casos confirmados y la mayor parte de los 14 millones de humanos muertos desde la aparición del virus hasta 2014. Empezó como una enfermedad transmitida por contacto sexual, especialmente entre homosexuales, pero con el tiempo los contagios incluyeron a personas de todas las identidades sexuales y hasta de madres a hijos en gestación.

La sangre, la saliva y fluidos corporales son factores de transmisión del SIDA, así como el uso repetido de agujas inyectables por tratamiento médico o por drogadicción, habiendo resultado exitosas las campañas para usar preservativos y las jeringuillas de un solo uso. La pandemia no está erradicada y consta entre los Objetivos Sustentables del Milenio, hasta el año 2030.

Otra epidemia, esta sí reciente, apareció en 2009 en México y se propagó por decenas de países del mundo. Fue la gripe porcina, catalogada como AH1N1, variante gripal que causó más de18 mil muertes en el mundo entre abril de 2009 y agosto de 2011, cuando la Organización Mundial de la Salud la declaró terminada. La mayor parte de víctimas se registró en América, con más de ocho mil muertos, seguida por Europa con 4.879. En México fueron 1.172 y en Ecuador habrían pasado de veinte. Aún está en la memoria la gente con barbijos en las calles, oficinas, aeropuertos, aunque lejos del extremo actual, por el Coronavirus.

Más reciente aún, el ébola, una fiebre hemorrágica viral, asomó en África hacia 2013, causando más de11 mil muertes. Al parecer su origen fue el contagio de monos, murciélagos y otros animales, y llegó a Europa y a los Estados Unidos. La Organización Mundial de la Salud decretó la emergencia pública internacional, para controlar su expansión.

El coronavirus está propagado por el mundo, con más de 6.5 millones de contagiados y cerca de 400 mil muertos en los cinco primeros meses de 2020. En todos los continentes hay sicosis por la pandemia mortal que si bien habría entrado en una etapa bajo control de la expansión, no deja temores de un rebrote que podría ser más grave si se aflojan las cautelas personales y los controles públicos.

 

 

Experiencias en el Ecuador

 

El poeta César Andrade y Cordero (1904-1987) en una escena familiar en su estudio. Sobreviviente de una pandemia de tifoidea en 1924.

 

Las enfermedades contagiosas trajeron a América los españoles en las primeras décadas del siglo XVI. Hasta se ha dicho que Huayna Cápac, monarca del Tahuantinsuyo, nativo de Guapondelig, actual Cuenca, murió de viruelas, aunque el tema es rebatido.

En 1785 el sabio médico Eugenio de Santa Cruz y Espejo escribió, a pedido del Cabildo de Quito, las Reflexiones sobre las viruelas, obra que de por sí dice de la presencia de la epidemia y recomienda normas de higiene para combatirla, con criterios a la par de notables científicos europeos que determinan el origen microbiológico de la epidemia y el recurso naciente de las vacunas para prevenirla.

En 1918 la gripe española llega a Guayaquil desde el Perú y causa estragos en la población. El médico Isidro Ayora, que una década después sería Presidente, tuvo un gran papel contra la epidemia. En 1942 llega al Puerto la fiebre amarilla, igualmente catastrófica, y el Gobernador Vicente Rocafuerte, que antes fue Presidente de la República, lideró la gestión para combatirla, aunque él mismo muriera años después por el contagio.

A Cuenca llegaron también las epidemias. El Nro.1 de la revista municipal El Tres de Noviembre, de 22 de julio de 1917, da cuenta de debates por la creación de la Junta de Sanidad, que según comentarios políticos no era necesaria, pese a que por entonces una epidemia amenazaba la vida de la gente. El Presidente de la Junta, Miguel O. Bustos, la defendió con argumentos sólidos ante la autoridad municipal: “Las Juntas de Sanidad son instituciones altamente civilizadoras, humanitarias y moralizadoras. Bajo este triple concepto en el orden de la vida social se hallan colocadas, hasta cierto punto, sobre la sociedad civil, la familia y aún el Estado” e informaba de acciones para cuidar de que el agua para el aseo de la población no falte en las acequias y venga en abundancia.

No se especifica la epidemia, pero entonces la viruela y la tuberculosis cundían en Cuenca. Y apunta el caso dramático de una discusión en la que un edil y abogado contradecía a un médico defensor de las medidas sanitarias, señalando que el agua y el jabón eran suficientes para la higiene. “Precisamente en vísperas de esta discusión había muerto víctima de la fiebre reinante uno de los más aprovechados estudiantes universitarios, hijo del acreditado médico doctor L.M.T. Exasperado el médico concejal, respondió: ¿Tal vez faltó al doctor L.M.T. un poco de jabón y de agua para salvar al querido hijo? No es así, señor Presidente, el médico doctor MT no pudo disponer de los medios necesarios para preservar a su hijo del contagio, porque es casi imposible que un particular pueda contar con los desinfectantes y vacunas del caso…” Hoy se sabe que las iniciales corresponden a Luis Martínez Tamariz.

Luego, la revista municipal en su Nro.21, de Marzo-Abril de 1921, alude a un problema sanitario, señalando que “Manuel Vintimilla vende sustancias desinfectantes de casas y lugares en donde han existido casos de fiebre, por S/. 88,40”.

El poeta y periodista César Andrade y Cordero (1904-1987), entrevistado en octubre de 1981 en la Revista AVANCE, cuenta cómo sufrió él mismo una enfermedad: “No me olvido que en 1924 me dio la fiebre tifoidea cuando hubo una epidemia a consecuencia de la cual murieron muchos en Cuenca. Yo estuve aislado en el mismo cuarto con Honorato Vázquez Espinoza, Luis Arcentales y su esposa, quienes fallecieron con la enfermedad. Recuerdo con claridad porque es una enfermedad ambivalente: uno está en vigilia y en delirio. Ve cosas que ocurren pero que sin embargo no ocurren.

Claramente recuerdo que oí a Pancho Sojos, médico, que decía a alguien: ‘Avisa a casa que es posible que César se nos vaya esta noche’. Entonces yo pensé que era joven y no podía morirme, que eso no era posible. Y fue tan cierto eso que una monja, de nombre Martha, se acercó para decirme que yo no iba a morir, pero que siempre era necesario que estuviese preparado para recibir el viático: y me fue consoladora la llagada de un viejo sacerdote a prepararme para la comunión y los óleos. Casi no pude tragar la hostia, por mis pobres condiciones de salud.

Al parecer solo me quedaba la noche, pero en la oscuridad había una luz que era indicio de que yo no moriría y esa noche soñé en un banquete de fiesta. Al día siguiente amanecí mejor y la religiosa me dijo: Por obra del Santísimo, ya te salvaste…”

Pero muchos pacientes no tuvieron suerte y murieron. La revista Nro. 17 de la Sociedad de Historia de la Medicina Ecuatoriana, capítulo Azuay, en febrero de 2013 bajo la dirección del médico Guillermo Aguilar Maldonado, destaca la obra sanitaria del médico Luis Carlos Jaramillo León, que entre 1926 y1935 fue Director de Sanidad del Austro, época en la que cundieron epidemias en Cuenca y poblados azuayos: lepra, fiebre bubónica, tifoidea, tifus exantemático y otras que entonces se trataban con cal, creso, jabón, raticidas y hierbas y se dudaba de la existencia de los microbios. El médico Manuel Farfán había dicho: “Yo creeré en los microbios cuando me los muestren amarrados en la pata de la cama de los enfermos”.

Un foco infeccioso de Cuenca era la plaza San Francisco, sitio de expendio de varios productos, principalmente carne. Fue una decisión audaz la de prender fuego en las barracas de madera allí instaladas, para exterminar a las legiones de ratas propagadoras de enfermedades contagiosas. La medida causó protestas violentas de los comerciantes, pero se impuso y habría tenido alguna eficacia.

 

Las esperanzas de vida

En los últimos dos siglos y medio –poco más, poco menos- los avances científicos y tecnológicos de la medicina han vencido dolencias antes letales, pero hay sorpresas, como el Covid-19, capaces de retroceder las expectativas de vida de los seres humanos.

En 2018, por los cuarenta años de la empresa de medicina prepagada Ecuasanitas, salió a luz la revista conmemorativa nominada Una Historia Asombrosa, apuntes sobre la Medicina, exploración sobre la salud humana y la trayectoria desde remotos tiempos hasta hoy, en la búsqueda de mejores condiciones de vida y su prolongación.

En primeras páginas, con textos y edición a cargo de Jorge y Alegría Ortiz, hay datos reveladores de las conquistas alcanzadas rápidamente en esa búsqueda: a mediados del siglo XVII la esperanza de vida de los seres humanos era de 29 años y en la actualidad pasa de los 71en el mundo y de los 80 en países con altos niveles de eficiencia en sus estructuras sanitarias.

En 1800 ningún país del mundo superaba los cuarenta años de esperanzas de vida y “ese promedio comenzó a subir en el siglo XIX y se volvió muy rápido en el siglo XX… y el promedio habría aumentado aún más si no hubiera sido por la epidemia del sida de los años noventa”.

En la pobrísima África Subsahariana en 1960 moría uno de cada cuatro niños y ahora uno por cada diez. Y no hay país del mundo donde la mortalidad infantil sea menor a la de ese año: el promedio mundial hoy es de 0,2% y en Europa 0,004%. La publicación apunta: “Muchas de las enfermedades y discapacidades que han sido identificadas ya hoy son curables o directamente han sido erradicadas por completo. O casi. Como la viruela, que mató trescientos millones de personas en el siglo XX y que hoy ya no existe (el último caso fue diagnosticado en Somalia en 1977). Y otros males y patologías están por desaparecer: poliomielitis, oncocercosis, sarampión, rubeola, enfermedad del sueño…Y la medicina sigue avanzando”.

Cuando apareció la interesante revista nadie sospechaba de la próxima aparición del coronavirus de estos días, que podría frenar el creciente optimismo sobre las expectativas de vida humana en un futuro inmediato.

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