Las tradiciones populares cambian, sin perder la sustancia cultural, social, política o de cualquier índole que las dio origen. Así pasó con la época de navidad y año nuevo, sobre la que escribió José López Rueda, español que vivió en Cuenca entre 1955 y 1964. El artículo lo tenía guardado desde su vida en Cuenca y junto con otros ya publicados, lo envió en 2010 a AVANCE. De él se desprende que el Pase del Niño y los disfraces de Inocentes, entonces expresiones casi exclusivas del vecindario rural, ahora son eventos culturales, festivos y de arte, en los que participan universidades y organizaciones sociales más que por lo religioso, por folclore y turismo.

López Rueda vino de 26 años como profesor de la naciente facultad de Filosofía, traído por Francisco Álvarez Gonzáles, otro de los españoles que, con Luis Fradejas y Silvino González, marcaron la etapa fundacional de la carrera universitaria. A poco de llegar contrajo matrimonio, por poder, con su compatriota Adelina Martínez, que vino en febrero de 1956. Aquí nacieron Germán y Begoña, hijos de los esposos domiciliados en el edificio Maldonado —calles Benigno Malo y Córdova—, quienes muy niños dejaron Cuenca y medio siglo después vinieron a reconocerla.

En 1964 José López Rueda fue a la Universidad de Oriente, en Cumaná, Venezuela, docente de su especialidad filológica y de literatura, hasta jubilarse en 1988, cuando fue contratado en las universidades de Tamkang y Fugen, en Taiwán, hasta regresar a España en 1999 y continuar la publicación de obras literarias y lingüísticas. En 2018 murió de 90 años. Es uno de los intelectuales europeos notables que pasó por la Cuenca americana.

Por: José López Rueda

Para los que hemos pasado casi todas las navidades de nuestra vida convenientemente congelados por el frío diciembre de Europa, esta navidad andina del Ecuador, con sol de primavera y abundantes flores en los huertos, nos parece un contrasentido. Recordamos nosotros los suaves copos de nieve que algunas veces veíamos caer por estas fechas desde la ventana de nuestra habitación, o esa noche del veinticuatro, en que el único abuelo que nos quedaba en la familia, bebía un poco más de la cuenta y se ponía sentimental. Pero aunque todo esto ha desaparecido para siempre, sucede que en los días últimos del año torna de nuevo a nuestra memoria como un espectro viejo y entrañable.

Las navidades en Cuenca son pintorescas y exóticas para el extranjero. La piedad religiosa de los indios les da un sabor muy peculiar. Los llamados. “pasos del Niño” constituyen una ceremonia de gran interés folklórico. Son pequeñas comitivas organizadas por la gente del pueblo con objeto de trasladar al Niño Jesús o “Taita Diosito”, como dicen ellos, de una iglesia a otra. Comienzan con sencillez unas semanas antes de diciembre y culminan en las admirables caravanas de Navidad. Las comitivas suelen ser normalmente poco numerosas. A veces, va delante una india que levanta en su mano derecha una copa de humeante incienso. Marchan detrás dos o tres niños disfrazados de pastores y, en plena época de Navidad, alguno de los chicos lleva un disfraz más elegante, que puede ser, por ejemplo, sombrero hongo, traje negro y máscara de cartón. Detrás de los niños, avanza un grupo de hombres y mujeres con blancos sombreritos de paja y rostros llenos de unción religiosa. Los ponchos, las polleras y los mantos, componen una escena de abigarrada policromía En algunos casos, uno de los varones esparce por el aire pétalos de rosa, que descienden al suelo como una suave lluvia. Un músico de aspecto serio y melancólico marcha al fin del cortejo, tocando en la concertina villancicos tradicionales del país. Los “pasos” menos importantes son para mí los más conmovedores. A veces, los veo pasar muy de mañana por delante de mi casa. Parecen estampas arrancadas de un viejísimo cuento de Navidad. La melodía triste y delicada que repite una vez tras otra la concertina, pone un leve temblor de ternura en los aires recién amanecidos y el día parece de pronto una inmensa caja de música sonando blandamente.

La mañana del 25 de diciembre, se organiza una larga caravana, donde se ven muchos borriquillos pintados a brochazos verdes, azules, rojos, etc. Visibles en las albardas, llevan toda clase de frutos y alimentos que simbolizan una ofrenda a Jesús. Jinetes en estos asnos policromados, cabalgan niños vestidos de pastores y, a veces, también de ángeles con blancas vestiduras y alitas plateadas en la espalda. Cuando los chicos son de muy escasa edad o no han podido conseguirse un burro, se transforman en pastores de a pie o en ángeles de infantería. Algunas madres también disfrazan a sus bebés y con ellos en brazos marchan gozosas en la caravana. Cuando le aprieta el hambre a alguna criatura, no hay más remedio que sacar el seno en plena procesión y darle de mamar caminando. Las mujeres a quienes tales accidentes acontecen, sonríen bobaliconas, como si, de pronto, sus hijos respectivos se hubieran transformado en ángeles lactantes y tratasen de inculcar a la multitud la idea de que tampoco ellas comprenden tan asombrosa metamorfosis. El número sensacional de esta caravana, lo componen las grandes carrozas tripuladas por grupos de chiquillos que, ataviados a la usanza judía de la época de Augusto, componen escenas alusivas al nacimiento de Cristo.

Una costumbre muy curiosa de estas fiestas es la de los “años viejos”. El día treinta y uno por la noche se levantan en los diversos barrios grotescos monigotes que representan el año fenecido. Niños con antifaces y caretas custodian a los muñecos y, con ese pretexto, se acercan a los viandantes para sacarles unos centavos. A veces puede verse un cartel en el pecho del fantoche con un letrero que dice, por ejemplo: “Una limosna para mi fin”. En algunas de las barriadas la confección de los “años viejos” constituye una cuestión de honra local y los vecinos levantan grandes tablados en forma de escenas con muñecos estrafalarios. Cuando suenan las doce de la noche y comienza el mes de enero, los “años viejos” arden por toda la ciudad. En ciertos casos, los muñecos tienen algún sentido político, a la manera de las Fallas de Valencia. Así por ejemplo este último año quemaron en uno de los distritos a un monigote que ostentaba la hoz y el martillo sobre su camisa roja.

Arcaica gracia tienen algunos villancicos de los que el pueblo canta en estos días. Muchos de ellos son anónimos y los hay que alcanzan hasta dos siglos de antigüedad. Casi todos están en español, pero hay algunos escritos en el idioma de los indios ecuatorianos. Variedad muy interesante para la Historia de la Literatura, constituyen los que alternan un verso en español con otro en quechua. Estos villancicos bilingües suelen ser de una sencillez ingenua y candorosa. He aquí un par de estrofas de uno de los más populares:

Entre los escritos en castellano, destaca uno que refleja muy bien el carácter humilde y delicado de los indios, al mismo tiempo que deja traslucir, un tanto melancólicamente, su triste condición de raza sometida y explotada por el blanco:

En la fiesta de la Epifanía, levantan en la plaza mayor un escenario y unos cuantos muchachos representan la historia de los Reyes Magos para un numeroso auditorio popular que contempla la obra de pie. El cuadro que forman los espectadores con sus blancos sombreritos y los actores niños que declaman y accionan con entusiasmo en el palacio del Rey Herodes, tiene para nosotros un sabor inefable y, súbitamente, nos sentimos trasladados a la pequeña plaza de cualquier ciudad española en pleno siglo XIV.

Durante los días cinco y seis de enero, salen muchas personas a la calle ataviadas con diversos disfraces. Se ven chiquillos enmascarados, tipos de frac y chistera, falsas mujeres motoristas que, en el fondo, son fulanos con las piernas asquerosamente peludas y escandalosos coloretes en la cara, arlequines bulliciosos, payasos retozones, señoritas blancas vestidas de indias con las ropas dominicales de las criadas... Por la ciudad corre un viento de locura y el que más y, el que menos arroja su máscara diaria para ponerse una postiza que es tal vez la que mejor le sienta. Los inocentes bailan en las calles y, entre las comparsas, no falta nunca un diablo danzarín y funambulesco, que no va disfrazado, ni mucho menos, sino que es un demonio de verdad.

Gente de cultura de aquellos tiempos: Eugenio Moreno Heredia, Jacinto Cordero, Antonio Lloret, Arturo Cuesta, José López Rueda y Efraín Jara Idrovo. Nadie está vivo.

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