Ahora, cuando el poeta ha conseguido el reposo largamente presentido, podríamos agregar que estaba gobernada su vocación estética por una tensión creciente entre ritmo y melodía; es decir, entre la rutina laboriosa del artífice y el goce secreto del artista. El tranco pausado de la muerte fue su perpetua obsesión; tan leve, sigiloso, ineluctable, burlaba en la andadura del verso la vigilancia preceptiva

Al hablar sobre Jacinto Cordero Espinosa, afirmábamos, en un espacio ya distante, que no lo había abandonado el tono elegíaco de los antepasados, pero que él renegaba de su ritmo y rehuía la organización estrófica, la fatuidad, las imposiciones métricas. 

Ahora, cuando el poeta ha conseguido el reposo largamente presentido, podríamos agregar que estaba gobernada su vocación estética por una tensión creciente entre ritmo y melodía; es decir, entre la rutina laboriosa del artífice y el goce secreto del artista. El tranco pausado de la muerte fue su perpetua obsesión; tan leve, sigiloso, ineluctable, burlaba en la andadura del verso la vigilancia preceptiva: “su tacto tiende en el tibio amor de las luciérnagas: / la piel de mi silencio en la pradera”. “Oigo crecer el Gran Silencio / y presiento la sombra de mi cuerpo / caída en la noche…”. 

Quebrantar la restricción métrica significaba en aquella época (1948), en la recoleta ciudad interandina, un acto de rebeldía. Para prevalecer, demandaba otra clase de organización rítmica, solo abordable por alguien que poseyera una propia música interior: “¡Oh! la música leve de la hierba que crece en mi tacto, / -la pequeña eternidad sonora de los grillos en la calma- / y mi muerte impalpable en los pétalos…”.  Era el ritmo logrado por la armonía entre el ser y el rumor de los recuerdos a menudo enlutados de la infancia: “Tú vuelves con la bocanada verde / de un huerto perdido en la memoria, /entre aves como ángeles / y lentos círculos del moribundo crepúsculo”.  Era la música que lo elevaba sobre la realidad:  sereno, austero, sabio en un laconismo no exento de ironía, consciente de que el poema –igual que un hijo- se engendra en el silencio.   

La Casa de la Cultura Ecuatoriana editó (2005) una selección del aporte que había brindado el poeta cuencano a la lírica nacional. Aquella publicación, que forma parte de la colección Poesía Junta, proporcionaba una visión integral de un autor bendecido por una prolongada y lúcida existencia (1925-2018), y permitía seguir el rastro de un anhelo incesable de liberación, en la línea del entorno generacional, expresado en su caso en la libre organización formal de la expresión lírica. Fue esta una preocupación perseverante, coronada por hallazgos sorprendentes y encuentros con una de las mayores pasiones de su vida: la palabra poética esencial: “si no soy nada / apenas una brizna de hierba /que el viento arrastra”. 

Más cercano a las premoniciones de Vallejo que a la resonancia de Neruda –dos grandes maestros de la generación-, tampoco escapó, particularmente en la etapa inicial (“El canto del destino”), al embrujo del primer Dávila Andrade y su mundo detenido en la nostalgia, pero recobrado y perpetuado en el mundo paralelo del arte: “Con tímidas sandalias de luciérnagas, / y la piel más dulce del murmullo…”. 

Pero no resultaba fácil eludir del todo los ritmos ancestrales, quizás porque le habían venido en el torrente de la sangre, quizás porque pertenecen a la naturaleza fonológica del idioma. Entre las abigarradas series versales, se difunde -suave música de fondo- la premura del heptasílabo: “Que pueda yo una tarde /como la humilde canción de las cigarras, / retornar a la hierba”; el avance cauteloso del endecasílabo: “yo he sorprendido el sueño de los duendes”; la suave cadencia del alejandrino: “como el desintegrarse de la eterna arena”.  

En “Los enigmas” (2005), poemario que cierra la mentada edición, Cordero se recoge sobre la cima de la existencia para observar el funeral y el constante resurgir del mundo, y lo hace por la mira del filósofo, ya indiferente al rumor de la doble resonancia: “la piedra de la soledad / la sombra de la noche / y el ancla de tiniebla de la muerte”. Conscientemente, los dos versos últimos pertenecen por el ritmo al conjunto umbilical que une al poema con la matriz de la cultura literaria. 

Así acertó el poeta a crear un universo paralelo que se extingue y renace en su palabra: “porque todo es solamente /apariencia, sueño breve / entre dos relámpagos”. Y acertó también en la hora de morir: en su música interior desafinaba el ruido estrepitoso de la descomposición social.          

 

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