Los hidalgos eran los viejos españoles; los que, en verdad, hicieron el imperio. Los españoles peninsulares no podían realizar semejante tarea, porque se quedaron allá, al otro lado del charco.

   Don Alfonso González de Coronado – el inventor del anemociclo, la metaglota, la pistola de talco y otras varias máquinas y muchos artilugios; todos casi completamente inservibles – era un cuencano completo y cabal. El primer González, de su familia, había llegado aquí – procedente de Soria, España – hacia finales del siglo XVI. Por su madre, en cambio, procedía de los Coronado Aristi, de Popayán; familia colombiana emparentada con una media docena de próceres de la Independencia. Tenía un rostro blanco rosado, de rasgos finos; y unos ojos del color de las uvas verdes; que, con los años, fueron tomando un matiz ligeramente acerado. Era de mediana estatura y de natural y elegante porte; aunque mostrara—lo perjudicaba un poco -- cierto descuido al vestir una barba de tres días. Había recibido una buena educación: un hogar de sesgo intelectual y artístico; bachillerato con los jesuitas de Quito; estudios de ingeniería, inconclusos, en la Politécnica de la misma ciudad; estudios, iniciados, de Filosofía y Derecho, en la Universidad Javeriana de Bogotá; a lo que juntaba – como solía decirse, por entonces – un buen don de lenguas… Cuando lo conocí, -- mi padre lo abastecía de productos agrícolas – Don Alfonso vivía solo, en una casa grande y destartalada; sita al borde de un camino rural, a más o menos un kilómetro de la iglesia parroquial de San Blas.

   Don Alfonso fue la primera persona a la que oí hablar de los hidalgos y los patricios. En una forma bastante pedagógica, -- quizás presumiendo o advirtiendo mi ignorancia – una vez me habló como sí se estuviera refiriendo algo carente de importancia:
--Los hidalgos eran los viejos españoles; los que, en verdad, hicieron el imperio. Debes saber que los españoles peninsulares no podían realizar semejante tarea; por la simple razón de que se quedaron allá, al otro lado del charco, seguritos y tranquilos… Nosotros, sí, -- en las imponentes montañas y las cálidas selvas -- manos a la obra. Los patricios, en cambio, siglos después, hicieron la patria; los que, aquí mismo, lucharon bajo las órdenes de Francisco Calderón, – el padre de Abdón – de Sucre, de Bolívar…
--Entonces, usted desciende de unos y de otros; de los hidalgos y de los patricios…
--Escucha… No estoy presumiendo… Yo soy lo que soy… Eso no me da ningún mérito. Yo no hice nada para haber nacido blanco; para tener el apellido, o los apellidos, que tengo; para tener, quizás, un poco de inteligencia y alguna que otra habilidad.
--Dice mi padre que usted es modesto, Don Alfonso.
--Mira… Yo soy un hombre pobre. Y – lo que puede ser peor – un pobre hombre… No creo que haya hecho, con mi propio esfuerzo, hasta el día de hoy, nada verdaderamente significativo…

   Al presente, -- tantos años después – comprendo bien el asunto: De manera contraria a sus pretenciosos y vanidosos congéneres, Don Alfonso podía ser hasta sincero y humilde… Era, por cierto, muy observador y agudo en sus palabras; y de hablar más bien fácil y convincente. Pero, de ninguna manera, pretendía ser un teórico, un intelectual… Casi siempre, sus observaciones eran concretas: sobre materiales, cualidades físicas, disposiciones geométricas, ordenamientos, direcciones… Tal practicidad era, sin embargo, desde una primera vista, notoriamente extravagante. Un día me atreví a preguntarle:

--Dígame, Don Alfonso, ¿para qué sirve una pistola de talco?
--¡Guambra…! Piensa en un almuerzo de uno de esos días de Carnaval. Mucha gente, algarabía, embriaguez… Vos entras, de pronto, con un pistolón; disparas cinco libras de talco; y conviertes la comilona precuaresmera en una auténtica noche blanca… Para la especial ocasión, ¿puede haber algo más efectivo y adecuado?

Y una vez se puso memorioso.
--Mira. Era un café de la tarde; uno de aquellos muy largos; porque, aparentemente, por entonces, los cuencanos teníamos todo el tiempo del mundo….
   Se interrumpió. Tomó un metro de carpintero; midió el vano de una ventana; y anotó, con una tiza azul, en la pared: Ojo, 1,41 cm.; cuerda especial, de color. Luego, se quedó en silencio, cavilando…

--Y, Don Alfonso, ¿cómo fue eso del café?
--Ahh… Unas tías y unas primas charlaban y charlaban. Que los Malo son plantillas y vanidosos; y que hay quien les cree…; que los Valdivieso son tontos, por la neblina de sus haciendas de Yunguilla; que los Vintimilla – rama de los Mosquera -- son andariegos y diabéticos; que los Muñoz vienen de dos ramas: los antiguos y los recientes, los “chilenos”; y que los González descendemos de las dos; que los Montesinos son locos y suicidas…
--¿Y qué le parece a usted todo eso?
--Hombre… No perderé tiempo en comentarlo. Pero decían también algo un poco más serio: Que Alfaro empezó a acabar con la buena gente de Cuenca. Querían decir, desde luego, con la nobleza. Que el hecho crucial fue el asesinato del General Vega. Que, después de eso, los chasos empezaron a entrar en las buenas familias: milicos, chapitas, telegrafistas, chullitas y otros…
--De nuevo: ¿Y qué le parece a usted esa “versión”?
--Sí; “versión”, entre comillas. Yo tengo mi propia conjetura… Te hablaría de ella, si no tuviera que trabajar enseguida en algo importante. Otra vez, será… Pero, antes, cerraré la charla. La nobleza – como todo en el mundo – vive mientras funciona; quiero decir que tiene su valor en cuanto sirve. Nobleza obliga… Ya te lo dije: Los hidalgos fueron útiles mientras construyeron y mantuvieron el Imperio Español. Los patricios lo fueron, mientras construyeron y consolidaron las respectivas patrias. Hoy, ya no sirven… Como dice un tango: Se les pasó su cuarto de hora… Tienen que venir otros grupos; y, quizás, en efecto, ya hayan venido o estén viniendo…   
   Décadas después, -- en una de mis esporádicas visitas a mi ciudad natal – me encontré con un antiguo vecino y conocido: Pedro Alvarado Palacios; también vecino y conocido, a su vez, de Don Alfonso. La conversación recayó sobre éste: alguna pregunta mía, precisiones… Pedro me dijo:
--Sí, sí… Parece que el anemociclo anduvo. Unos veinte metros…, con el fuerte viento de Setiembre, en el campo de aviación… De la metaglota, la máquina de traducir, no sé nada… Mira, a propósito de los nobles, dicen que una de las cosas que hay que agradecerle al Presidente Correa es que acabó con ellos, con los “pelucones”…
--No lo creo… La fábrica de mentiras… Los “pelucones” fueron nada más que un invento de nuestro charlatán de hoy, nuestro vendedor de humo, nuestro caudillo de turno. En realidad, ya no existían; cuando él – en su obsesión de crear enemigos y su deseo de despistar a la gente – juntó a los odiados oligarcas que recordaba, y los convirtió en un tigrecito de papel. La emergente y creciente clase media, hace tiempo, había vuelto minoritarias a las dichas clases altas y había reducido muchísimo su importancia. Y, por supuesto, Correa no creó esta clase media… Y, concretamente, aquí, los nobles de Cuenca ya son cosa del pasado; bien pasado…
--Puede ser…
--Es… El mismo Don Alfonso lo anotó con acierto. Una vez me dijo: Los nobles de Cuenca se suicidaron, cuando trajeron a los tejedores de sombreros de Manabí. En tal forma, el agricultor y el político noble fueron cediendo, lentamente, ante el artesano y el comerciante. Y estos, en último término, liquidaron a los patricios. Cuenca cambió… 

   Anoche, hacia la madrugada, desperté. Y, de pronto, volvió a mi mente el recuerdo de Don Alfonso. Cerré los ojos. Y, en sucesión, pude ver varias estampas de antaño. El personaje, con su barba incipiente y entrecana; un caballete, con la gran ampliación – hecha por él mismo – de la fotografía de Doña Matilde Ansaldo González, su prima de Guayaquil, que lo visitaba de vez en cuando; el tosco banco de carpintero, el yunque, la doble escalera…; las varias ortigas que crecían silvestres entre las piedras del patio; una mesa fuerte, en el corredor, con un par de cajas de herramientas desperdigadas; otra mesa, más pequeña, con cuatro montoncitos de la revista SELECCIONES, en español y en inglés, varios libros, además de un tomazo con el paradójico título de RECETARIO INDUSTRIAL DOMÉSTICO; al fondo, en el traspatio, numerosas palmeras, cuyos frutos solían recoger los muchachos de la vecindad… Y lo principal: En la esquina interior del corredor derecho, estaba el anemociclo; una especie de triciclo rústico, que tenía, en su parte trasera, un abundante e inverosímil velamen giratorio… En forma gradual e inevitable, el tiempo había ido depositando una gris capa de polvo sobre aquel viejo armazón y aquellos duros y viejos tejidos.

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