Por Marco Tello
“Yo sé que aún no estarás del todo muerto a las once de esta noche; al contrario, te hallarás en el estado de momentánea lucidez en que la vida entera cabe en la fracción de un instante…”
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Al día siguiente, el ama de llaves había desaparecido sin dejar rastro, salvo unas cuantas notas manuscritas, falsamente atribuidas a ella por la “a” bien redonda, autoritaria, dejadas a propósito para los deudos de don Manuel Gobino:
No –podía leerse en la primera página-, yo sé que aún no estarás del todo muerto a las once de esta noche; al contrario, te hallarás en el estado de momentánea lucidez en que la vida entera cabe en la fracción de un instante. Te veo frente a la banda de música de tu pueblo, pues siempre te maravilló la forma en que cada uno de los músicos parecía soplar por su cuenta, mirando con gracioso desdén al compañero, alzando y bajando la cabeza, al compás, sin que una sola nota se extraviara de la armonía del conjunto al burlar las irregularidades del sendero pedregoso por el que avanzaban con rumbo a la plazuela. Te veo fascinado en particular por la habilidad del muchacho del bombo, a quien secretamente envidiabas porque habrías apostado a que, si hubieran dejado súbitamente de sonar los demás instrumentos, el ritmo continuaría vivo mientras los brazos del joven no cesaran de agitarse en el aire, como los del héroe en un antiguo mosaico pompeyano.
Pero llegado a este punto, divagarás por tu cuenta entre las obsesiones musicales que te asediaron en el sueño, en la vigilia; entre ellas, la de haber conocido al más consumado director, capaz de conducir en forma simultánea dos conciertos. A esa hora disfrutarás, ya casi adentro, del privilegio inusual de mirar uno por uno a tantos aprendices que fueron luego concertistas admirables. El violinista que practica al fondo del teatro deberá someterse por lo menos a diez pruebas antes de ser admitido en la orquesta. En la actualidad, él trata de prosperar ensayando el violín sin partitura, al cabo de años de constante ejercitación. Mayor tiempo le llevará, por supuesto, abandonar el arco, poco a poco, y quién sabe cuánto le tomará después ejecutar un solo de violín sin necesidad del mágico instrumento, de modo que las notas arranquen de los puros vaivenes de su alma; algo de lo cual ya aconteció en la época auroral de la
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cinematografía, antes de que el movimiento compitiera con la voz humana; y podría ocurrirle al arte de caricaturizar si un día consiguiera prescindir de la escritura.
Comprobarás que a partir de aquel riguroso afinamiento, un buen ejecutante estará en condiciones de ufanarse por el dominio del solfeo; y encontrarás explicación al porqué, ahí adentro, los músicos no portan atriles ni instrumentos, a excepción del muchacho del bombo, responsable de anunciar la función vespertina con un golpe que vibra en los vitrales, no bien el severo director ha conseguido equilibrarse en el banquillo, pues nada como una nota mal ejecutada habría perturbado la serenidad de un director que había enloquecido a finales del siglo XIX.
Al abandonar el recinto, escapando del absurdo que te mantiene vivo, te reconfortará la idea de que alguien te aguarda con los ojos fijos en la partitura inconclusa y con el arco nerviosamente suspendido sobre las cuerdas, a la espera de mi señal. Y tal como se cuenta que sucedió en la casa de Johann S. Bach, te parecerá escuchar las notas de un órgano invisible que interpreta muy cerca de tu lecho el último coral, y te sentirás devuelto al diminuto paraíso en cuyos jardines brota la planta en miniatura junto a la cual solías dialogar con tu pequeña nieta:
“-¿Cómo se llaman estas flores, abuelo?
-Azulinas
-¡Ay! ¡Azulinas!
-¿Sabes por qué?
-Porque son bellas, pues, abuelo.
-¿Sabes por qué son bellas?
-¿No ves que son azules? ”
Pero desvanecidos los colores, el bombo no cejará de percutir con persistencia en tus sienes hasta el final, congregando en el flujo de la sangre ciertas notas que creías olvidadas; y hasta te alegrará morir de muerte repentina, tal vez antes de que te llegue la hora, a cambio de ser tú quien toca el bombo en la banda de música que desciende por el sendero pedregoso que lleva a la plazuela.
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