Por Marco Tello

Marco Tello
Tal vez ella porfía impelida por la duda de si aquel muchacho recién apeado del caballito de palo sobre el que cabalgaba tu niñez con arrogancia, eras tú; si quien iba orgulloso sobre aquel ser alado de crin revuelta y ojo desdibujado de tanto mirar fijamente hacia adelante, eras tú, jinete imaginario a quien ella vio crecer desde la propiedad de enfrente

En mitad de la función, la joven mujer bosteza reclinada en el hombro del marido, y él le acaricia tiernamente la mejilla. Se podría apostar a que más tarde, en solidaria intimidad, ella le repetirá al oído el tema del concierto, probándole que no dormía.
 
La interferencia en el conjunto de tus impresiones auditivas –se lee en los papeles dejados en la mesa de noche del señor Gobino–, te traslada de vuelta al momento de vigilia en el cual tu vehemencia juvenil armonizaba con otro ritmo vital, forcejeando hasta lograr fundiros en una jubilosa distensión. No pasaría mucho tiempo, empero, antes de que la mutua pasión se convirtiera en un ritual poco apetecible, porque al volar de los días iba ganando la hora de ceder terreno, pulgada a pulgada, en mudo combate sin cuartel, hasta acordar un armisticio duradero, cuando tu diario íntimo se había convertido en cuaderno de contabilidad. Admitiste, pues, que no había otra manera de limar imperfecciones, las cuales a menudo han conseguido realzar la perfección y la belleza, evitando que pensaras en una Venus de Milo con dos brazos.
 
Ese acuerdo tácito selló el triunfo perdurable de la razón sobre vuestra indigencia y os llevó a profesaros una indulgente y recíproca atracción, alimentada por el temor a volver la vista atrás y ya no encontraros o de mirar hacia adelante y no saber en qué repliegue del futuro sería uno de vosotros el primero en vaciarse del nombre y del pronombre y del acopio de adjetivos que os engalanaban para la representación. ¿No fue ese encuentro el que ayudó a que sobrevivieras, sin más mérito, hasta los ochenta y siete años de edad? De otro modo, no habría explicación para tanta fidelidad, muy similar a la de los botines que aún la aguardan en el fondo del clóset, impasibles, las cañas al abrigo del polvo, aún lustrosas; las suelas casi intocadas y las hebilluelas fuertemente ceñidas, como tú, a la ausencia de su dueña, reavivando en tu mundo interior los celos que te acometen aun por el silencio que imaginas adherido a sus huesos.
 
Una agitación imperceptible estremece el borde de tu labio inferior sin arrancarte del estado aparente de inconsciencia. 
 
La sucesión de las vocales ligadas a la dulzura de su nombre te transmite una tensión indescriptible similar a la de una cuerda nunca acabada de pulsar. Ella avanza irreprochable y retrocede en la línea del tiempo; danza sobre la punta invisible de los pies, girando el talle delicado con la gracia de un trompo que se inclinara sin decidirse a esquivar la rotación.
 
Tal vez ella porfía impelida por la duda de si aquel muchacho recién apeado del caballito de palo sobre el que cabalgaba tu niñez con arrogancia, eras tú; si quien iba orgulloso sobre aquel ser alado de crin revuelta y ojo desdibujado de tanto mirar fijamente hacia adelante, eras tú, jinete imaginario a quien ella vio crecer desde la propiedad de enfrente (tus pies curtidos por la hierba helada); en fin, dudando de si eras tú el que después la deseaba, el que en el momento de vigilia que acabas de evocar empezó a besarla desde el arco delicado de los pies y continuó luego besándola hasta muy cerca de la aurora, mientras ella consentía en que tu ímpetu alborotara la tersura de su piel ya abrasada por el roce del deseo.
 
Un fracasado intento por reavivarte interrumpe el curso de tu desvarío. Superado el sobresalto, cuatro hombres te envuelven en la sábana y te levantan en vilo, empozando, en el fondo confortable de la tela, el goce y el desencanto que ha configurado en tu cerebro la reciente percepción de la banda de pueblo que avanzaba con rumbo a la plazuela; y, de nuevo, la imagen casi enlutada de la joven mujer que bostezaba, en mitad de la función, reclinada en el hombro del marido.
 
¿Es posible que una escena tan trivial haya puesto a girar a su capricho los juguetes de la infancia y que haya dirigido hacia el final sus imprevisibles movimientos?, te preguntas con un alivio bastante rencoroso, comparable al de una cerradura al giro de su llave. Sin embargo, yo sé que no habrá mengua para tu perplejidad porque no bien abandones el lecho de niebla que sostiene tu cuerpo en medio de los hombres que te llevan al otro lado del tiempo, te precipitarás –así os pasa a todos- con la avidez del primate que asido fuertemente del árbol va palpando la dulzura del fruto sin poder arrancarlo.

 

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233